Autor: Arnulfo Roque Huerta
Juan Cruz Reyes se levantaba todos los días cuando su reloj marcaba la cuatro treinta de la mañana, vestía siempre su traje impecable, su camisa perfectamente planchada, una bien combinada corbata y sus lustrosos zapatos negros; antes de marcharse salía al patio a encender su viejo automóvil para que el motor se calentara (él decía que eso era bueno para un carro viejo) después entraba a la cocina donde ya lo esperaba su esposa con una taza de café que disfrutaba tranquilamente mientras en una libreta escribía, tachaba, reescribía y analizaba un texto que solo él entendía.
Juan salía de casa con rumbo a su trabajo justo a las seis con veinte minutos, la distancia era insignificante pues justo diez minutos después se encontraba en la puerta de su salón listo para recibir a sus alumnos que iban llegando poco a poco saludando cortésmente al noble docente. Cuando el grupo estaba completo volvía a saludar pero ahora de forma general, no había un solo día de clases que no comenzará diciendo: “Son ustedes muy afortunados al formar parte de la población estudiantil, pero soy más afortunado yo por tener la dicha de tener frente a mí al futuro del país”.
Aquellas palabras llegaron a ser aburridas y hasta molestas para algunos, a otros les gustaban tanto que esperaban con ansias que las dijera, para mí fueron palabras que me marcaron pues en verdad me sentía muy afortunado al poder estudiar, pero me marcó más ver al profesor Juanito (así le llamábamos) siempre sonriente y feliz, disfrutando de su labor, fue él una de las pocas personas que he conocido que en verdad disfrutaban de su labor; para él la docencia no era un trabajo, sino un deleite, una verdadera vocación, su modo de vida.
Juanito nuca faltó a clases (al menos no en mis tres años de secundaria), jamás se veía molesto, siempre participaba de las actividades que sirvieran para la mejora del desempeño de sus estudiantes, en ningún momento regañaba, cuando algo no marchaba como era debido se ponía serio y otorgaba consejos que cuando menos para mí eran de gran utilidad y ayuda, defendía a sus alumnos frente a la directora quien buscaba cualquier oportunidad para llamar la atención.
El profe siempre buscaba rescatar los talentos de sus alumnos, descubría en el muchacho más inverosímil una habilidad que ni éste ni su propia familia conocían; en mi caso siempre me impulsó en el área de la declamación y la oratoria, recuerdo mucho que cada año se llevaba a cabo un concurso en el que se premiaba al mejor declamador de la escuela, él me inscribió los tres años y sin que suene a presunción gané cada uno y eso se lo debía al hecho de que siempre me decía que yo iba a ser el mejor.
En el último año una niña que competía contra mí lo hizo excelente y por un momento pensé que ella ganaría, sin embargo el profesor se me acercó y me dijo: “Ella no ganará y no lo hará porque ella no es Arnulfo Roque”; Desde ese momento supe que mi único rival siempre sería yo mismo, pues aunque no me lo dijo de esa manera siempre me lo dio a entender.
No había día que no me inspirara a ser mejor, cada que podía me hacía notar un nuevo talento en mi persona, eso aunado al trabajo que mi padre realizaba conmigo en casa, me dotó de mucha seguridad y un alta autoestima la cual me acompaña desde aquel (no tan remoto) tiempo.
Tuve después muchos profesores, algunos no muy buenos, otros muy cultos, inteligentes, expertos en su materia, pero yo al escuchar la palabra profesor, maestro, docente, mentor… siempre viene a mi mente el profesor Juanito.
Aquel que sabía que un docente es sensible ante las problemáticas de sus alumnos, es un verdadero coach que dirige, entrena y prepara campeones, es un cazador de talentos que nunca se rinde hasta lograr el éxito, es un amigo que tiende la mano cuando es necesario, es un consejero que se preocupa por que el aconsejado tome siempre la mejor decisión, es un “todo terreno” que nunca se achica para hacer grandes a sus pupilos.
El profesor Juan Cruz Reyes llegó muy joven a la ciudad de México procedente del Estado de Oaxaca, supo abrirse paso en una jungla que lo quería devorar, se esforzó siempre sin tener ningún tipo de ayuda, por más complicaciones que se le presentaran nuca se daba por vencido y supo sortear cualquier tipo de obstáculos. Estudió Odontología en la UNAM al mismo tiempo que cursaba la Normal de Maestros, logró poner con muchos sacrificios un consultorio dental el cual atendía por las tardes después de hacer lo que realmente amaba: dar clases.
Lo visité varias veces después que dejé la secundaria, me felicitó al concluir la preparatoria, celebró mi incursión a la máxima casa de estudios, se vio muy alegre al saber que había recibido mi título como Licenciado en Comunicación y Periodismo, compartí muchos de mis logros con él. Un día fui a verlo para regalarle un libro que yo escribí pero ya no pude verlo pues la directora me dio la noticia de que mi querido profesor había dejado de existir, un día muy temprano cuando se preparaba para seguir rescatando jóvenes de la mediocridad.
Nunca lo he olvidado y me esfuerzo cada día por llegar a ser un verdadero maestro como él lo fue. Cuando el escritor estadounidense William A. Ward escribió una de sus transcendentes frases creo que sin saber lo hizo en honor a mi profe: “El maestro mediocre cuenta. El maestro corriente explica. El maestro bueno demuestra. El maestro excelente inspira.”
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