- El gran problema de la economía mexicana, a lo largo de 200 años, sigue siendo la desigualdad.
Por: Redacción/
Después de la guerra civil que trajo la Independencia, la economía mexicana enfrentó diversos problemas: pérdida de vidas, destrucción de activos, fuga de capitales, desarticulación del mercado y un cambio radical en las instituciones de la cosa pública (término que engloba todos los asuntos que interesan al estado).
Se rechazó una herencia de prácticas administrativas en la gestión fiscal, quedando en manos de una administración inexperta, que rebajó la complejidad y diversidad de la carga fiscal pero también los ingresos del gobierno, provocando una larga crisis fiscal del nuevo Estado, que el historiador Luis Jáuregui ha llamado “penuria sin fin”: Una nación rica y un Estado pobre, consideró el economista universitario, Antonio Ibarra Romero.
El gran problema de la economía mexicana, a lo largo de 200 años, sigue siendo la desigualdad. Una evidencia histórica es que, a pesar de ciclos de prosperidad relativa, la brecha de desigualdad se mantiene, afirmó, el académico del Posgrado de la Facultad de Economía.
“Si la economía en el país es próspera, la desigualdad se atenúa, pero no cesa; si aquella declina, la situación social y económica desigual entre ciudadanos se agudiza, esa sería la gran constante en estos dos siglos, una economía que no ha resuelto el problema de la distribución de la riqueza”, abundó el especialista en Historia Económica.
Recordó que una vez roto el monopolio comercial español en México, el cual tenía diversas fracturas al momento de la Independencia, se produjo la configuración del país en un conjunto heterogéneo de economías regionales, las cuales tenían distinta vocación productiva y diversa articulación con la economía global. Las mineras prosperaron, las agrícolas declinaron.
Lo anterior marcaría la diferencia de la prosperidad de ciertas regiones con respecto a otras. Por ejemplo, “lo que tenemos son áreas en donde el proyecto liberal ha estado marcado por una obsesión: modernizar la economía mexicana bajo el paradigma de economía de mercado, de una economía liberal que enfrentó asimetrías y discontinuidades con el modelo político. Los historiadores han privilegiado el análisis político y en menor medida complejizar la relación institucional entre economía y política”.
Resaltó que la “bisagra” entre economía y política es la fiscalidad, entendida como el sistema de derechos e impuestos en su dimensión económica y política, cuya historiografía en las últimas dos décadas ha aportado hallazgos clave para entender la inestabilidad política.
Lo que tuvimos es un desarrollo de la economía de mercado con distinto grado de complejidad y modernización, obviamente en algunas áreas en donde predominaba la comunidad campesina este proceso fue más accidentado, violento y confrontativo.
Mientras que en otros sectores la expansión de la economía de mercado, las grandes propiedades del centro y norte de México y el dominio de los recursos fue de propiedad individual y exclusiva, como aspiraba el modelo liberal.
Modernización industrial a saltos
Por otra parte, el primer brote de industrialización “moderna” como política de Estado, se produjo en los años de 1830-1840 mediante el Banco Nacional de Avío –primera institución de fomento industrial de la historia económica de México–, que fuera implementado por Lucas Alamán, quien apostaba por un modelo alternativo al dirigido por la minería y con un amplio impacto regional.
Su visión conservadora, en lo político, no lo apartó del propósito de modernizar al país mediante el desarrollo de la producción manufacturera de mercado. En su reciente libro, A Life Together: Lucas Alaman and Mexico, 1792-1853, Eric van Young, “nos revela algunas claves del conflicto entre sus convicciones políticas y su gestión económica: los conservadores también querían una modernización de mercado, pero sin radicalismos políticos. Esa divergencia ha marcado la asincronía entre modernización económica y política en nuestro país”.
México tuvo una “industrialización a saltos”, resaltó Ibarra, que limitó los beneficios acumulados, tras el fracaso del proyecto del Banco de Avío, al que siguió una Dirección General de Industria sin capacidad de movilizar capitales y regular incentivos fiscales; sin embargo, legó polos de crecimiento industrial en distintas regiones del país, los cuales fueron retomados por empresarios locales. “Por ello ha sido tan importante el estudio de las escalas locales del desarrollo económico. frente a la falta o a la falencia de los datos macroeconómicos”, abundó el universitario.
Detalló que, hasta el porfiriato, las estimaciones macroeconómicas fueron deficientes y las historias construidas sobre el “atraso mexicano” basadas en esas fuentes, han caído en la trampa de la medición macroeconómica, “lo que nos ha dado la impresión de que México se atrasó económico en la primera mitad del siglo XIX”.
Si bien hubo fracasos industriales y comerciales, se dio continuidad a la modernización mediante el sector de exportaciones, desde donde mantuvo su dinamismo, incluso con más rentabilidad que en el periodo colonial, como los muestran los trabajos de historiadoras como Sandra Kuntz, comentó.
Detalló que los saltos en la industrialización durante el porfiriato tuvieron otro momento en la globalización industrial, cuando finalmente los liberales encontraron las instituciones para crear una economía de mercado plena, reformando la economía pública y garantizando los derechos de propiedad, como mostró en su momento el historiador Marcello Carmagnani.
Sin embargo, los costos sociales fueron altos para las comunidades campesinas y el patrimonio de los bienes nacionales, usados como palanca de la inversión privada, lo que produjo críticas de opositores porque los recursos de la nación fueron trasladados a manos de particulares, explicó el especialista, conservándose en la memoria y el discurso político actual.
De esa forma, prosiguió, el Estado encontró una palanca eficiente para la privatización de recursos y con ello hacer crecer las economías. “Más tarde tuvimos polos de industrialización global, como el henequén, fincado en la agricultura comercial y extensiva –con un catastrófico costo ecológica en Yucatán–, a través de la cual se desarrolló toda una economía local y regional, que introdujo no solo el cultivo sino también la tecnología industrial para el desfibrado, hilado y tejido del henequén”.
Asimismo, “se desarrolló un sistema de transporte de esa fibra: una red ferroviaria entre las haciendas henequeneras, las ciudades y los puertos, e incluso un sistema bancario local.
Ese fue un polo exitoso soportado sobre “pies de barro”; es decir, el trabajo forzado de los indígenas yucatecos y de los trabajadores que de manera obligada eran llevados a la península. “Entonces, tenemos una economía donde se combinó este progreso plasmado en un desarrollo tecnológico y productivo, con un arcaísmo en las relaciones laborales y patronales”.
En el siglo XX, el modelo porfiriano exportador se mantuvo durante las dos primeras décadas y hasta 1929, cuando la crisis financiera global y el derrumbe de los mercados de exportación mexicanos cambiaron la orientación de la economía.
En este proceso, el Estado mexicano retomó el papel protagónico, fue el gran impulsor en esa nueva ola de industrialización, orientada fundamentalmente hacia el mercado interno, pues los externos se habían derrumbado, soportando la recuperación con el petróleo, entre otros recursos, que garantizaron la posibilidad de que el gobierno de nuevo contara con recursos fiscales y un nuevo consenso político.
Ibarra Romero recordó que a partir de 1940, el proyecto de modernización industrial de México tuvo éxito en el mercado interno, gracias a la disponibilidad del hidrocarburo. En la actualidad, quizá la pandemia ha sido una ventaja para mantener su precio y, por ende, la fortaleza de la moneda.
Pero esto no será permanente. “Hay que aprender que en la historia esos ciclos tienen una duración, por ejemplo, el fin de ese modelo que se llamó ‘el milagro mexicano o desarrollo estabilizador’, se produjo precisamente cuando los precios internacionales del petróleo declinaron y, sobre todo, cuando la productividad de la economía mexicana se estancó”, describió el especialista universitario.
En 1976 la “burbuja financiera” arrastró a las finanzas públicas y a las deudas privadas, hasta la depreciación de la moneda, ciclo que concluyó en 1984; fue el momento en el que la economía entró en ese túnel de crisis maquilladas, manejadas superficialmente, donde las finanzas públicas resistieron la presión cambiaria hasta colapsar la deuda.
Uno de los últimos episodios, casi pintoresco, ocurrió con el entonces presidente José López Portillo, un gobierno que quiso “administrar la abundancia” y terminó en una crisis marcada por la nacionalización bancaria, que solo duró tres meses y rompió un pacto de confianza con el sector privado de la economía.
Para Ibarra Romero “es necesario aprender de estos largos procesos, de esas industrializaciones ‘a saltos’, cuya discontinuidad generó desventajas y una desigual distribución; una constante de los 200 años de la economía mexicana, que es preciso modificar como trayectoria de desarrollo, como horizonte de futuro”.
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