Por José Sánchez López
Tras el escándalo mayúsculo de Arturo Durazo Moreno, fue designado como jefe de la policía capitalina el general Ramón Mota Sánchez, cuya única encomienda fue la de erradicar la enorme red de corrupción que creó el tristemente célebre “Negro Durazo”, pero en los cuatro años que permaneció en el cargo, de 1982 a 1986, simplemente no pudo.
Su política se centró en la cerrazón a los medios, a través del director de Comunicación Social, Alejandro Íñigo, que sustituyó a Víctor Payán Rodríguez, quien cambió radicalmente los formatos de información para los reporteros de la “fuente”, como si el ocultar los hechos cambiara la realidad de lo que sucedía, principalmente al interior de la misma corporación, donde ya estaba empoderada la “Hermandad Policíaca”.
Dicho grupo se había conformado con jefes policíacos de alto nivel, a la manera de la mafia siciliana, protegiéndose entre sí. Cuando alguno caía por algún acto de corrupción, los demás pagaban abogados y corrían con todos los gastos, incluso con los familiares.
El objetivo no sólo era rescatarlo, sino reivindicarlo, dejarlo limpio ante la opinión pública e incluso reincorporarlo a su mismo puesto o a otro de igual o mayor importancia. El único compromiso del rescatado, era actuar de la misma manera cuando otro de los miembros cayera en desgracia.
Actualmente, el segundo hombre en importancia dentro de la Secretaría de Seguridad Pública de la Ciudad de México, es el único sobreviviente de aquella cofradía, con más de 40 años dentro de la corporación.
Cuando el general Mota Sánchez dejó el encargo, su lugar fue ocupado por otro general: José Domingo Ramírez Garrido Abreu, quien pese a múltiples proyectos, planes e ideas, algunas calificadas como deescabelladas, tampoco pudo acabar con “La Hermandad”.
Mota Sánchez, se ciñó a su formación castrense y no implementó acciones o medidas distintas a las aplicadas por los anteriores jefes policíacos, incluso una de sus acciones que pudieron ser más significativas, fue un operativo lanzado contra el periódico Excélsior con la intención de detener al periodista Víctor Payán, que fungió como jefe de prensa de Durazo Moreno.
Ramírez Garrido Abreu, inició su gestión el 30 de julio de 1986 y la concluyó el 21 de junio de 1988 y entre sus numerosos proyectos figuraron: “Los Angeles Azules”, las “Convivencias con seguridad”, el “Club de los Mil”, las “Unidades de Planeación Conjunta”, los “Puntos de Contacto Ciudadano-Policía”, el “Libro Azul” y el “Código Águila”, entre muchos otros.
En noviembre de 1986, durante una reunión con varios senadores, les propuso estimular a los policías: premiar con un cheque de 100 mil pesos y una medalla de oro al policía que matara a un hampón.
Es decir que habría una recompensa de 100 mil pesos por cada delincuente muerto
Ello desató una catarata de críticas, no tan sólo de organizaciones defensoras de los derechos humanos, sino de la sociedad y de los propios legisladores que advirtieron que la policía se convertiría en “cazarecompensas”, por lo que Ramírez Garrido Abreu tuvo que dar marcha atrás.
Posteriormente, sostuvo una serie de encuentros con chavos banda, principalmente con los llamados “Panchitos” y de otras pandillas de diferentes puntos de la metrópoli, considerados como conflictivos, a los que invitó a dejar el mal camino e incorporarse a la policía, pero nadie le hizo caso.
Luego cambió de estrategia y enfocó sus baterías hacia estudiantes de nivel superior, a quienes pretendió convertir en elementos de élite, con sueldos y prestaciones muy superiores al resto de los miembros de la corporación, pero tampoco tuvo respuesta.
Vino entonces la creación del “Policía de Barrio”, cuyo principal objetivo era que el elemento policíaco viviera en el mismo lugar donde la tocara trabajar, que fuera conocido por los vecinos, situación que no le permitiría delinquir ante el inminente riesgo de ser reconocido fácilmente.
En principio dio resultado, pero al poco tiempo surgieron conflictos de interés, ya que al formar parte de la misma comunidad su manera de actuar no podía ser imparcial, además de que en varios casos se detectaron bandas criminales que ya eran protegidas por el mismo policía, por lo que también fue desechado ese proyecto.
Propuso también otros proyectos, como el “Manual de Autoprotección Ciudadana”, realizado con mucha imaginación y buenas intenciones, pero con magros resultados:
En dicho manual se recomendaba a los capitalinos colocar en cada casa una placa con la leyenda: “Esta casa está protegida contra asaltos y robos”.
También que instalaran una red de alarma entre los vecinos por medio de un timbre, que funcionara ante la posibilidad de un asalto, la colocación de alambre de púas o algún otro obstáculo para evitar el acceso de los ladrones.
Lógicamente, la gran mayoría no contaba con los recursos económicos suficientes para instalar alarmas ni otra clase de dispositivos, por lo que también ese plan fracasó.
Empero, si bien sus acciones no fueron encaminadas a terminar con la llamada “Hermandad”, ni tampoco fueron determinantes para brindar seguridad a la ciudadanía, si fue reconocido por la tropa, cuyos elementos comentaban que era uno de los pocos jefes que “se había puesto la camiseta” en defensa de sus elementos.
En 1987, luego de una serie de hechos delictivos en diferentes puntos de la ciudad, cuyos autores se refugiaban en Lomas del Seminario, en Tlalpan, se implementaron varios operativos que dieron como resultado la detención de más de una veintena de sujetos.
Se comentaba entonces que Lomas del Seminario, se había convertido no solamente en una madriguera de delincuentes, sino en un campo de entrenamiento donde se preparaban guerrilleros y activistas.
En represalia a la detención de los sujetos, fue interceptada una patrulla de la policía y secuestraron a dos elementos junto con la unidad. Los llevaron a ese lugar donde fueron golpeados, torturados, drogados e incluso uno de ellos fue herido de un balazo en el hombro.
Los rijosos amenazaban con matarlos si no liberaban a sus correligionarios. Exigieron la presencia del jefe de la policía y dieron un ultimátum de 12 horas. Para ello acordonaron el sitio y no permitieron el acceso de ningún vehículo policíaco a menos de 500 metros.
Cada vez que intentaba aproximarse alguna unidad de la policía, las amenazas crecían y repetían que matarían a sus rehenes si no se presentaba el jefe policíaco. No dejaban siquiera que se acercaran los periodistas.
Conforme transcurría el tiempo la tensión crecía, hasta que el general, solo con su escolta, acudió el lugar. Una hondonada en la que los lugareños habían colocado al frente a mujeres y niños, después a ancianos y hasta atrás, camuflados, decenas de hombres fuertemente armados.
Al llegar la patrulla, se oyeron gritos retadores en los que invitaban al jefe policíaco a entrar solo, “si era tan hombre”, al tiempo que se escuchaba como cortaban cartucho.
-Claro que sí, respondió Ramírez Garrido Abreu, y ordenó a su chofer y escolta que lo dejara solo.
Firme, sin titubeos, empezó a caminar y para aliviar tensiones, gritó a los ahí reunidos.
-Bueno ¿que aquí no hay ni siquiera un cafecito, y si es con piquete mejor?
Claro que sí mi general, respondieron, y al tiempo que lo dejaron pasar, se acercó una mujer con un jarro con café.
Por espacio de casi media hora se perdió todo contacto con el jefe policíaco, se temía lo peor, hasta que salió con los dos policías, mientras que varios de los ahí reunidos empujaban la patrulla.
Los elementos fueron llevados a un hospital de emergencias, mientras que una comitiva de los lugareños lo acompañó hasta la sede de la Secretaría, en Diagonal 20 de Noviembre, donde terminaron negociando.
De la misma manera, en varias ocasiones en que la policía era denostada por tal o cual acción, era común que el general saliera en su defensa y reclamara a la sociedad su permanente crítica hacia los guardianes y su ingratitud y falta de reconocimiento, cuando alguno de los elementos caía en el cumplimiento de su deber.
Finalmente, Ramírez Garrido Abreu fue relevado por Enrique Jackson Ramírez, que como todo político con tablas, no se metió en honduras y pasó sin pena ni gloria por la corporación, sin hacer nada que pudiera afectar su imagen.
A la fecha, uno de los emblemáticos jefes de “La Hermandad” que ha sobrevivido casi cuatro décadas en la corporación, es el actual subsecretario de Operación Policial: Luis Rosales Gamboa, cuyo historial, junto con el de “La Hermandad”, daremos a conocer en la siguiente entrega.
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