Por: César Dorado/
La cara se ha vuelto a empapar de sudor y una mano manchada de tierra o desechos domésticos lo quita inmediatamente para que no llegue a los ojos y comiencen a arder. El cuerpo no le tiene miedo a nada, ni a los vidrios rotos ni a las cadenas oxidadas u otros adversarios más letales “¿cómo vamos a encerrarnos 40 días en nuestra casa? ¡No manches! No comemos, pandilla”, con los ojos completamente abiertos y clavados en las horas que faltan por trabajar, mientras el silencio invade todo el terreno, David agrega “aparte ¿quién va a recoger la basura de toda la gente?”.
Los camiones siguen llegando y mientras esperan su turno, algunos recolectores comienzan a ver qué objetos sirven, ahí, encondidos entre los copetes de sus camionetas, las torres de luz y el esmog de una ciudad que no se interesa en conocer dónde para su basura, como si ese rincón del mundo fuera el mismo corazón de las tinieblas donde todo lo que lo habita no existiera.
El trabajo continúa, los amigos se dan cita en el lugar, la escoba y la pala se quedan, en el imaginario, arrumbadas para acercarse a escuchar las anécdotas del fin de semana: “no cabrón, aflojé 90 mil varos para que me dejaran salir, lo bueno es que los polis si se llevaron sus pinches palazos en las nalgas” todos dan rienda suelta a sus risotadas y se aplastan las palabras para seguir preguntando “¡ah cabrón! ¿Y a ti no te dieron en tu madre?” “pues a huevo que sí, cuando me les puse al pedo, que llegan otros cabrones en una camioneta y que me dan unos putazos en las costillas”.
Regresan a trabajar para terminar de recoger la basura del piso, el camión está limpio y sólo queda abrirle espacio a los siguientes, que ya llevan más de cinco horas esperando su turno. La bulla se intensifica y mientras se ve volar la basura, continúan recordando historias “a mí una vez me agarró la policía porque mi compa venía fumando mota, cuando nos apañaron ¡no güey! que nos descubren más junto con unas nueve piedras”, algunos se sorprenden, otros sólo se alejan en silencio, con los brazos cruzados en la espalda, buscando algo entre las bolsas y los costales.
“¡Órale! Echen otro” les grita El Moreno mientras corre de un lado a otro, “tu chingadera está tirando aceite… ¡No! Yo ya hubiera acabado” se alcanza a escuchar en una voz sarcástica y burlona que David ignora yéndose a lavar los espejos retrovisores de su camión. La guaza acaba, pero algunos no lo saben hasta que se sienten incómodos y se van a refugiar a su camión, donde se quedan en silencio, esperando el turno para volver a burlarse de los otros mientras nadan en sus propias tragedias.
“Lo dejaste mal estacionado, vuélvete a echar para adelante… ¡no! Otra vez vuélvete a echar pa´ delante”. El motor forzado de un camión se escucha, la alarma de su reversa ya no suena, pero las campanas hacen su trabajo y van avisando qué tan cerca está de chocar. Abren las puertas y unas ramas de árbol todavía verdes salen disparadas, manchando la atmósfera con un ligero olor a madera y hojas verdes cortadas.
Caen unos pequeños mangos podridos, van bailando con algunas sandías y una que otra verdura que, cuando azota con las láminas oxidadas del monstruoso camión, pierden toda su forma y no son más que simples deshechos.
“Súbete cabrón y pásame el pico” grita Miguel Ángel, quien ya se cambió de playera y la mirada cada vez se le ve más perdida, como si las horas hayan taladrado sus párpados hasta querer hacerlo dormir y trasladarlo a un sueño alejado de ese lugar Escala con rapidez, pero sus pies se hunden en la basura, se esfuerza y la misma maña de los años hacen que logre hacer su trabajo como todos los días.
“Toma el otro pico” grita una voz chillona, es el Petochitas, que con apenas 12 años se esfuerza por no ser devorado por ese mar de basura. Sube lentamente, cuidando que sus suelas se adhieran bien a los metales oxidados de la camioneta. Apenas puede levantar el pico y separar los pies de toda esa inmensa masa, Miguel Ángel no lo ayuda y toma el mejor pico “no güey, dame ese” le reprocha, pero es inútil, aunque es grande y robusto, no tiene fuerza para pelear.
Empujan de arriba hacia abajo, el pico perfora las botellas de plástico y hace inútil seguir picoteando, deben de detenerse para quitarlas y comenzar de nuevo. “Yo creo que es mejor que lo hagamos desde abajo” le dice Petochitas a Miguel Ángel, pero lo ignora y responde con un “no” seco mientras ve unos pantalones de mezclilla y los lanza en el aire a una zona apartada de su camión para después sentarse en un borde, a perderse entre sus propias ideas, en su vacío.
Todos descansan en su lugar, sin dirigirse la palabra. Arriba, los picos son inútiles y se decide por empujar con los pies, sin fuerza, parece que esa también se fue con el sol. Alguien más sube a ayudar “a ver, ponte allá mientras yo le doy,” y comienza a dar golpes fuertes, la basura cae sobre el camión y el ruido invade todo de nuevo.
Golpean, separan, se secan la frente y vuelven a comenzar. Se turnan la herramienta para descargar la masa amorfa que está frente de ellos y que no los dejará ir hasta después de tres horas de enterrarle el pico y la pala.
Petochitas golpea con toda su fuerza y apenas una rama se ve caer lentamente. No se detiene, da tres golpes y respira profundo mientras detrás de él se escucha “no te pares, dale con fuerza, cabrón”. Sigue golpeando, concentrado en lograrlo, en no dejarse vencer.
Frente de él está Miguel Ángel, está sentado tranquilamente, recargado sobre el brazo que guarda la memoria de su mamá, Nancy. Sus dedos apenas si rozan una estructura metálica, como si todo estuviera ahí sólo por inercia.
Baja para posarse dentro del camión que compacta la basura, coloca las cadenas con fuerza, algunas bolsas caen cerca de él, cierra lo ojos y se prepara “ponlas bien para jalarlas y que nos traigamos un buen montón”. Se concentra, muerde su labio inferior y su bigote de adolescente roza con su nariz. Jala las ramas y de nuevo ese olor a madera con ojos cortadas invade el terreno, pero Miguel Ángel no lo percibe, el está trabajando.
Desde arriba lo observa Petochitas con unos ojos que retan. Abre las piernas para sentirse más cómodo y pone su mano en medio de ellas, mostrando sus anillos plateados que resaltan sobre su mano regordeta y manchada de 12 años, esa mano que desgarra y separa la basura porque “tiene que chingarle”.
De nuevo se escucha el motor ensordecedor del camión, las palancas se mueven y la basura se comienza a compactar. El sol ya no quema, pero el sueño se apodera de unos cuantos. David corre de un lado a otro para mover el camión, empujar la basura y de vez en cuando perderse en su memoria, entre toneladas de basura que ve casi todos los días.
No Comment