Por: César Dorado/
El abrumador sol de la mañana comienza a abrazar las camionetas y las toneladas de basura que descansan sobre ellas. Unos duermen sin camisa, pues la jornada de la noche anterior terminó por “aquello de la una de la mañana”. Otros ya están separando la cháchara o preparándose para salir a “campanear” mientras luchan contra el cansancio reflejado en cada paso que dan.
A lo lejos del terreno se ve una bicicleta negra con flores de colores que va lentamente sobre la avenida “¡qué tranza pandilla!” saluda David Lucero con una sonrisa grande mientras el arete de su oreja izquierda deslumbra a un camión destartalado del lugar.
Deja la bicicleta estacionada y saluda a todos entre albures y carcajadas. Uno de ellos dice “no ma güey , ayer en la noche que ya me iba, me pasó una ratota por aquí” mientras señala los hombros y David sólo se ríe “aquí son así estos cabrones, así es todos los días”.
Levanta el cofre de la camioneta que su jefa le ha confiado para roletear y ve que no trae la batería. Se va a otra camioneta, se la quita y regresa para darle corriente a la suya mientras comienza a barrer el área donde todos llegan a descargar para irse a tirar la basura a Zumpango o Chiconautla. “Aquí siempre andas trabajando, o me voy a ruletear o me quedo aquí para manejar el camión que se lleva toda la basura”.
Cuando el calor comienza a quemar más la piel y los charcos de agua sucia se van evaporando, el “Moreno”, como le dicen a David en la ruta donde trabaja, saca unas cubetas de agua para lavar su camioneta, siempre con una sonrisa memorable que no se pierde entre el abrumador reflejo del sol.
Desde hace dos años, David trabaja como recolector de basura en el Estado de México, su hermano le recomendó que se metiera a trabajar de eso “la neta antes yo nada más trabajaba para sacar para mi activo o para mi piedra, pero en cuanto tuve a mi chavito me aleje de eso porque no estaba chido”. Se ríe con ilusión mientras voltea su brazo para enseñar el tatuaje que se ha ido perdiendo en su piel morena, ese tatuaje que recuerda el amor por su hijo Alexis.
“A mí me gusta un chingo mi trabajo, creo que si no te gusta tu trabajo pues mejor no deberías de hacerlo ¿no? Pandilla”, vuelve a sonreír nervioso y se queda en un silencio momentáneo donde comienza a recordar su pasado. “La verdad es que yo he trabajado de todo; he sido limpiador de caños, albañil, de todo carnal, a mí siempre me ha gustado trabajar, cuando no hay de una cosa pues le hacemos de lo que caiga, afortunadamente, aquí siempre tenemos chamba”.
Con las manos llenas de cicatrices por los vidrios rotos, las uñas manchadas y las palmas llenas de gruesos cayos, David representa uno de los tantos recolectores de basura del Estado de México- lugar donde llegan a recolectarse 23 mil toneladas de basura por día- que no cuenta con un sueldo fijo ni prestaciones de ley, con jornadas de hasta 16 horas de trabajo, entre la recolección, el depósito y el traslado de basura.
Al día, un camión puede recolectar seis toneladas de desechos, “por un camión lleno andas sacando unos 1600 pesos, pero de ahí tienes que sacar lo de la renta de tu camión, la comida y otros gastos, por eso aquí entre más rápido lo hagas, más rápido te vas a tu casa y comes allá”.
Se sube a limpiar su tablero mientras su semblante se hace sereno “la verdad yo nunca cuento el dinero, eso a mí no me toca, uno viene a hacer su chamba y ya sabrá mi patrona si me da más o menos dinero”.
Cuando casi termina de lavar, se va acercando Miguel Ángel para saludarlo, con un rostro invadido por el sueño y unos pies que arrastran ya un cansancio a sus escasos 20 años. Se cuentan chistes y platican la “madriza” del día anterior donde unos trabajaron más que otros. “Yo ando en esto desde los 13, me salí de mi casa y me puse a chambear” mientras sonríe y baja la voz, como si la pena le invadiera la boca y recordara con tristeza que “esa no fue la mejor decisión” de su vida. El arrepentimiento que le cuelga de los hombros y los ojos, que miran a la nada, invaden toda la atmósfera de espesa basura.
Ambos se recargan sobre la camioneta, en la sombra, y se miran de reojo para recordar lo que es ese oficio. En su silencio se esconde la incertidumbre de si algo pasará en el trascurso de los días. “La gente aún cree que tenemos dinero, que de la basura se saca buena feria, pero nel. Nosotros vamos al día, trabajamos un buen, pero no tenemos dinero”.
En el oficio se debe de ser constante para ir subiendo de puesto y que “las chingas sean menos”. Comienzan estando arriba, recibiendo las bolsas con basura y vaciándolas en la camioneta mientras el sol te va arrebatando la energía, a la par de soportar las malas propinas y el peligro de cortarse o caer desde lo más alto de la camioneta. Después te haces chofer, pero “como quiera, las madrizas son las mismas”.
Y aunque intente cuidarse de los accidentes, es casi imposible que uno de los seis días que trabajan, no se lleguen a enterrar o cortar con algún vidrio o jeringa, lo que no sólo significa un riesgo para su salud, sino para el dinero que alcanzan a ganar en la semana. “Una vez me encajé una jeringa y otra me dio un dolor alrededor del ombligo. Un compa me dijo que era una hernia, pero dije ¡nel, ¡cómo me voy a tirar! Y sólo lo ignoré y me puse a chambear”.
Con una risa tímida, Miguel Ángel asienta con la cabeza mientras dice en voz baja “sí, yo una vez me corté y tuve que pagar 800 pesos”, hizo una pausa, y con una voz seca y resquebrajada susurró “se me fue toda mi semana, y hasta debía parte de ese dinero que me gasté”. El Moreno ve a otro lado para no sentir esa incomodidad en donde se siente identificado.
Bajan la voz y miran a todas partes, como si se intentaran comunicar entre miradas y el humo de su cigarro. “Las personas no entienden esto, a nosotros nos cobran todo, inclusive los patrones luego te invitan de comer, pero te lo descuentan. Luego ni para un refresco nos dan y las personas de aquí pues sí son groseras, a mí una vez hasta un señor me pateo y otro me amenazó con su pistola”. Los dos sonríen y se miran, “la neta sí está bien difícil esto”
Están marcados, debajo de los párpados de Miguel Ángel hay rasguños, en sus manos, cerca del dedo índice una M y del otro lado, una cruz con iniciales. En su antebrazo derecho resalta el recuerdo de su mamá “Nancy es mi jefa… ella murió cuando yo tenía cinco años” y aunque el sol penetra la piel y la quema, el amor sigue ahí latente, sin ganas de querer irse.
David nunca deja de sonreír, porque ni las patadas ni las manos lastimadas lo detienen ya que “ahora hay una responsabilidad con mi chavito y con mi esposa” y aunque de momento, entre las carcajadas y los albures el tormento encarna en una mirada triste, la alegría nunca se esfuma ni se esconde entre las toneladas de basura y su olor penetrante.
Son las once de la mañana, el chalán no llegó y ahora no se saldrá a ruletear.
No Comment