Por: Redacción/
El cine mexicano se convirtió en un medio para la crítica de la modernidad y la defensa de la tradición desde los primeros años de producción hasta la llamada Época de Oro, señaló el doctor Álvaro Vázquez Mantecón, profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM).
Durante el Primer Coloquio Miradas Transdisciplinarias a la Cinematografía realizado en la Unidad Azcapotzalco, el historiador subrayó que el personaje de la prostituta en el cine, la literatura y la pintura de finales del siglo XIX y principios del XX en México es la efigie de la decadencia social y la representante de la corrupción citadina.
El académico apuntó que el proceso modernizador del Porfiriato despertó en la sociedad del país preocupaciones y recelos hacia las nuevas formas de convivencia dadas por la urbanización, ya que las libertades y las expectativas de la metrópoli constituían un atentado contra las tradiciones y las buenas costumbres.
En particular, “el rol de la mujer” inquietaba a las familias conservadoras, ya que el ambiente urbano exponía a las jóvenes a peligros ajenos al paradisiaco mundo rural que se perdía poco a poco y ahí, en los recovecos de las metrópolis, acechaban el deseo y la amoralidad, así como la ambición de trabajo y emancipación.
Tales preocupaciones sociales se vieron reflejadas en el arte: pintores, escultores y escritores retrataron la caída en desgracia de las féminas que emprendían actividades fuera del seno familiar, añadió el investigador del Departamento de Humanidades de esa sede universitaria, al dictar la conferencia magistral Las fuentes del imaginario cinematográfico. Trasvase literario y pictórico en las primeras adaptaciones de Santa a la pantalla.
Manuel Ocaranza retrata el desconsuelo por la “inocencia perdida” en La flor muerta (1868); Atanasio Vargas sintetiza en un beso robado el “asalto” masculino al amor inmaculado en Entrevista amorosa (1874); José Clemente Orozco explora la vida del burdel en la serie Casa de las lágrimas (segunda década del siglo XX).
La rumba (1890-1891) de Ángel de Campo expone los peligros de los arrabales para una joven que decide migrar a la ciudad trabajando como costurera, mientras Jesús Contreras esculpe una mujer caída nombrada Malgré tout (A pesar de todo, 1898).
Federico Gamboa hace lo propio en Santa (1903), novela moralizante según las palabras del propio autor, en la que la protagonista es arrancada del idílico pueblo de Chimalistac por un amor que la burla; con el honor mancillado, no le queda otro camino que el burdel.
El doctor Vázquez Mantecón indica que tal retórica es heredada por el cine y, paradójicamente, un medio de comunicación masiva sale en defensa de la tradición frente a la llegada de la modernidad y lo hace con preeminencia sobre el rol femenino.
Es así que la narrativa cinematográfica sitúa a la mujer noble, de amor virginal, en la bucólica vida de campo, una suerte de paraíso sin pecado carnal, mientras que la mujer egoísta y codiciosa se desenvuelve en la ciudad y se caracteriza por el deseo irrefrenable.
El vicio versus la virtud, antípodas encarnadas por los personajes femeninos, se convierten en construcciones arquetípicas vigentes desde los primeros años del cine mexicano, incluidas las dos primeras adaptaciones de Santa (Luis G. Peredo, 1918; Antonio Moreno, 1932), hasta el periodo conocido como la Época de Oro.
En este tenor, la prostitución es la expresión máxima del deterioro social como consecuencia de la vida moderna y la prostituta es el personaje más recurrente en los primeros cincuenta años de cine mexicano, es decir, a través de este medio de comunicación, la sociedad se asoma afanosamente a aquello que sanciona con mayor crudeza.
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