Por Arnulfo Roque Huerta
Aquella mañana llegué al colegio temprano y caminé lentamente observando el fascinante paisaje cuando el sol empieza a iluminar en su plenitud, pero algo llamó mi atención: una pequeña que miraba fijamente uno de los altos muros que circundan la escuela; lo observaba como queriéndolo derrumbar con la mirada.
La pequeña era recién llegada, solo llevaba un día en la institución y así suele pasar con las de nuevo ingreso, creen que no podrán adaptarse, se sienten prisioneras por lo que lloran largamente en el patio, los corredores, los salones, en fin por la escuela entera.
Esta chica no era la excepción, ya tenía los ojos hinchados de tanto llorar, no había comido nada desde su llegada, para ella ésta no era una escuela sino una prisión a la que había llegado siendo inocente y lo peor del caso es que no sabía cuánto duraría su condena. Todo ese pensamiento le impedía ver la realidad, pues se encontraba ante una gran oportunidad de estudiar para aprender, crecer y tener mayores ocasiones de superarse.
Al llegar al salón las sorpresas continuaron pues una niña completamente desesperada por su nueva vida se encontraba azotando su cabeza contra la butaca (al menos era la de ella y no la de alguien más) mientras todas las demás chicas la miraban asombradas o más bien asustadas.
Yo estaba un poco confundido, no tenía ni idea de qué hacer en estos casos, entonces me acerqué y le pedí que se calmara, para platicar y buscar la forma de arreglar la situación… siguió llorando, pero por lo menos los cabezazos cesaron.
Otra niña más se había estado escondiendo durante todo el día, cuando la encontraban salía corriendo por todo el colegio en busca de un nuevo escondite. Esas eran algunas de las reacciones más extremas de las estudiantes en sus primeros días en el colegio; así pasó el día entre lágrimas y suspiros.
Al terminar la jornada, antes de salir del colegio me percaté que aún estaba aquella niña cerca del muro, un poco más tranquila pero sin hacer caso a la indicación de integrarse a sus compañeras; así abandoné el colegio con la imagen de la niña del muro.
A la mañana siguiente en los pasillos de la escuela se corría la voz de “la fuga”, ¡sí, así es! La chica del muro, la chica de los cabezazos y la chica escondidillas se pusieron de acuerdo durante la noche y en plena madrugada saltaron los muros (solo ellas saben cómo le hicieron).
Al estar en la calle caminaron por la carretera sin rumbo fijo hasta que se encontraron con un buen samaritano que las llevó hasta la Central de Autobuses del Norte; la verdad fue una suerte que no se encontraron con malas personas, pues de lo contrario tal vez esta historia sería distinta.
Ya en la central de autobuses se dieron cuenta que no habían considerado el costo de los boletos de autobús y ellas no llevaban consigo ni un solo peso, por lo cual se les ocurrió la idea de pedir dinero a cuanta persona pasaba, claro que esto no pasó desapercibido y pronto fue extraño para la gente ver a tres chicas con uniformes escolares en pleno horario de clases, pidiendo dinero.
A alguien se le prendió el foco y dio aviso a las autoridades, las cuales hicieron acto de presencia y por la tarde ya estaban las niñas rindiendo declaración en una delegación del Distrito Federal, hoy Ciudad de México.
Las alumnas al saber que serían regresadas al colegio optaron por tomar un papel de víctimas, contaron que en la escuela eran maltratadas, golpeadas y casi casi esclavizadas; narraron una historia digna de una película de terror, por supuesto esto era una farsa pero a las autoridades no se les ocurrió que era necesario validar la información, entonces decidieron preparar un grupo de asalto (estilo SWAT pero versión mexicana) y organizaron un operativo, el cual aunque usted no lo crea involucró un gran número de elementos y hasta un helicóptero.
Para que el operativo fuese más de impacto decidieron allanar el colegio por la madrugada, escalaron los muros (ellos con mayor facilidad que las niñas) cuando bien pudieron haber tocado a la puerta y les hubiesen abierto; entraron a los edificios con pasamontañas para cubrir el rostro (no fuera que alguna pequeña grabara en su mente sus rostros para una futura venganza).
Claro está se llevaron la sorpresa de que no habían llegado a algún país de oriente para rescatar a prisioneros de guerra o a una casa de seguridad; por el contrario hallaron a muchísimas niñas en pijama, asustadas e incrédulas de lo que estaban presenciando.
Sin embargo, para no quedar mal y tras no aceptar el error, interrogaron a dos o tres chicas quienes hablaron de los beneficios de estudiar en ese colegio, las cuales recalcaron que el único maltrato del que estaban siendo víctimas era este gran susto ocasionado al despertarlas a media madrugada cuando el sueño es más dulce y profundo. Así que sin más y después de una disculpa abandonaron el colegio. Las chicas fueron entregadas a sus padres y el colegio volvió a la normalidad.
Cuán difícil es creer que los muros que detienen a las personas muchas veces no son físicos sino mentales. Aquellas chicas estaban ante la oportunidad de mejorar su calidad de vida, de ser excelentes, de encontrar mayores oportunidades, pero se enfocaron en mirar el muro.
Hoy la gente se preocupa por un supuesto muro, que supuestamente construirá un supuesto candidato presidencial del país vecino. Las personas lo ven como si ya estuviera pero no observan los muros que tienen más cerca, muchas veces frente sus ojos: el miedo a ser mejores, el rechazo al esfuerzo y la dedicación, las pocas ganas de trabajar, la mediocridad en las actividades de la vida diaria y otras tantas murallas, las cuales no quiero enumerar para que nadie se sienta aludido.
Hace poco leí una frase anónima que dice: “si vas a derribar muros empieza por los que cubren tu mente”. Yo creo que si cada individuo derrumbara los muros de su mente sin duda sería capaz de cruzar cualquier frontera, traspasaría sus límites y llegaría a los confines de sus talentos.
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