Por: Vicente Flores

Cuando era joven quería ser maestra-dice la señora Sara de 72 años quien vende dulces en las calles desde hace 30. Camina una y otra vez las mismas aceras, negocios, cortinas de acero, semáforo, y  se han vuelto testigos de cada cana,  arruga y  mancha que le ha salido en la cara efecto del sol.

Ella es parte de las 30 mil personas que se dedican al ambulantaje en la Ciudad de México, pero no del 7 por ciento de adultos mayores que reciben una pensión digna para pasar su vejez.

Sara usa un delantal azul y una falda larga de colores que cubre una parte de sus piernas.

Por el sol su piel ha dejado de ser blanca, como seguramente lo fue cuando era joven y tenía la sonrisa iluminada por sueños.

Sale cada día muy temprano de su casa, un pequeño cuarto, en San Miguel Teotongo, Iztapalapa.

Siempre viaja con una canasta de mimbre en la mano y con pocos pesos en el bolso: “lo necesario para pagar el metro de ida, quién sabe si regresaré”, dice Sara.

Cuando llega a la Merced, sube lentamente las escaleras. Son apenas las 8:30 de la mañana pero, para ella, el día ha comenzado tres horas antes, cuando el insomnio la ha despertado para rellenar las bolsas de plástico transparente con cacahuates y frutos secos.

Lanza un grito débil que no encuentra lugar entre el bullicio de la ciudad que tampoco la quiere escuchar.

Camina por calle de San Pablo hacia el metro Pino Suárez, como cada mañana saluda a las mujeres que no se cansan de esperar en cada esquina un cliente; ellas le compran algunos frutos secos, cuidándose de no arruinar su maquillaje mientras los comen para darles una buena impresión a sus clientes.

Se despide con gran afecto de algunas de ellas, sabe que son sus clientas, aunque no sabe por cuánto más “siempre se van, después de un tiempo, luego los hombres se las llevan, luego, al otro día ya no están, luego vienen golpeadas de sus piernas y me dicen que ya se van, que no aguantan más trabajar así”.

Señala mientras acomoda los pesos que acaba de conseguir en un monedero negro que se guarda en el pecho.

Con pasos muy lentos, cruza la calle para llegar a la entrada del metro y descansar en la banqueta de la plaza comercial Pino Suárez.

Un policía bancario de una sucursal cercana aborda a Sara y le pide una bolsa con cacahuates. Él observa las manos temblorosas de ella con detenimiento, él gendarme extiende  uno de sus brazos y toma el producto.

Le da un billete de 50 pesos y no espera el cambio. Sara le ha devuelto una bendición y vuelve a sacar el pequeño monedero de su pecho para acomodar el billete.

“Me han asaltado varias veces. En una metieron la mano en mi blusa. Esa vez me quitaron el dinero de las ventas del día, pero gracias a dios no me picaron con la navaja” y cuando Sara lo dice, el temblor de sus  manos se hace más notorio.

Este día ha decidido no vender en el metro, a lo lejos ha visto a los “boinas rojas”, los policías que les quitan sus mercancías a los vendedores ambulantes, ya que otros días le han quitado sus productos, y prefiere no arriesgarse y seguir caminando.

“Hoy la venta está baja. Los días que más vendo son los fines de semana”. Mientras habla detiene el paso, pone la mano en la pared de una tienda y respira profundamente, no puede evitar alzar la mirada sin cerrar los ojos por el sol, que está en su punto más alto a esta hora.

Ahora camina sobre avenida Izazaga. A medida que avanza sus pasos se vuelven cada vez más lentos. De su canasta saca una torta, se sienta en una banqueta y come algunos bocados.

Vuelve a meter la bolsa de plástico con la que venía envuelto su almuerzo, ha pasado varios minutos sentada. Limpiándose la boca con las manos dijo: “mis hijos ya no se acuerdan de mí, por eso tengo que trabajar, a mi edad ya me cansé pero no tengo de otra y tengo que comer”.

Con la canasta medio llena y el estómago medio vacío, se ha puesto de pie y ha reiniciado su caminar. Su trabajo termina cuando no tenga más qué vender.

México es uno de los países donde más adultos mayores trabajan para sobrevivir, de acuerdo con datos de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), debido a que no reciben una pensión digna.

A medida que avanza la figura de Sara se confunde con la mancha urbana, su cuerpo encorvado se ha perdido entre la gente a la que ha dejado de importarle. Busca más clientes, dinero para sobrevivir.