Por: Risso Alberto
El 27 de octubre de 2013 la guitarra del “animal” dejaría de sonar; la guitarra de un músico con una herencia tan indiscutible en cuanto a importancia como controvertida en algunas de sus fases. Precisamente al partir, el último trabajo que Lou Reed nos dejaba era el fallido Lulu, facturado con la colaboración de Metallica y cuyas reacciones fueron más bien tibias, por no decir adversas.
Por mucho que el patinazo pudiese sentar mal a James Hetfield, Lars Ulrich y compañía, no pareció afectar demasiado al artista de Brooklyn… a esas alturas, Reed conocía ya muchos tipos de fracaso y de incomprensión, tantos como para haberse doctorado en el tema con una tesis que formaban sus propias canciones.
La primera experiencia traumática la experimentó en su niñez, enmarañada por los nervios y ataques de pánico que solo pudo controlar gracias al refugio del rock and roll, su única religión y devoción desde aquella época, en la que comenzó a figurar en bandas de breve duración.
Más impactante fue el hecho que condicionaría su adolescencia, marcada por su bisexualidad y por la reacción de sus padres al respecto: mandaron al joven Lou a terapia… de electroshock. Algunas voces de su familia han desmentido esta información con los años, aludiendo al hecho de la rebeldía y problemas psicológicos del entonces adolescente Reed, pero la experiencia fue tan dura como referenciada en su vida posterior: como buen músico, exorcizaría esos demonios con letras de canciones como Kill Your Sons.
Después de las experiencias familiares, vendrían las musicales, con la formación de una de las bandas más referenciales de la historia del rock: The Velvet Underground. Amparados bajo el ala protectora del polifacético Andy Warhol, el conjunto formado por Reed, John Cale, Maureen Tucker y Sterling Morrison ejercería de visionario guía para la vanguardia musical, con un nivel de ventas que no estaría a la altura de su enorme influencia en el desarrollo de la música popular posterior.
La fuerza e intensidad de sus letras y guitarra y la expresividad de su voz se hacen patentes en temas como Sweet Jane, Heroin, I’m Waiting For The Man, Rock and Roll o White Light/White Heat. Pero la breve existencia de la banda estuvo plagada de frustraciones y discusiones por las imposiciones sus integrantes (e incluso el propio Warhol) intentaron realizar en algún momento u otro: el grupo se terminó para Lou Reed, quien intentaba recomponer su carrera y su propia vida.
Porque, si bien con la Velvet había logrado desarrollar su capacidad creadora, dejando su marca en artistas como David Bowie o Brian Eno, el neoyorquino necesitó un tiempo para retomar su actividad musical, esta vez en solitario.
El éxito masivo no había llegado, y la frustración se abrió paso en muchos momentos de aquella segunda mitad de los sesenta, así que empezó la década siguiente con titubeos y un primer álbum en solitario que no dio los frutos esperados, y le colocaba al borde del colapso artístico.
Tuvo que ser el propio Bowie quien le rescató y ayudó en el desarrollo de su celebrado Transformer (1972), que contenía cortes esenciales en su carrera como Walk on The Wild Side, Perfect Day o Vicious. Un paso adelante en su proyección, que se vería cortado por la inercia del propio músico, muy dado a experimentar y a llevar las cosas al límite, en la música y en ocasiones, también en los excesos.
Irónicamente, aquel estilo de vida le valdría algunas de sus mejores letras, aderezadas por la audacia musical de trabajos como Berlin, o el desigual Metal Machine Music: dos trabajos con los que volvía a bajar en el aspecto comercial, al tiempo que dejaba claro el propósito de experimentar hasta el punto de dividir a su propio núcleo duro de fans.
Trabajos como Coney Island Baby (1975) devolvían la fe al oyente entregado a su música, pero la irregularidad fue una constante en su trayectoria desde entonces.
La década de los ochenta tuvo algunos grandes momentos para su discografía, como The Blue Mask o el trabajo con el que cerró la década, New York, que le devolvía a las posiciones importantes en las listas de ventas. Y tan memorables como estos trabajos fueron sus apariciones en proyectos como esa oda a Brooklyn como es Blue in The Face, de la mano del escritor y cineasta Paul Auster. En uno de los muchos cameos de la cinta, Reed se interpretaba a sí mismo e intentaba explicar alguno de los ángulos de su complicada personalidad.
Del mismo modo, un film tan generacional como Trainspotting le rendía homenaje en una antológica secuencia a ritmo de su Perfect Day. En la misma década, las colaboraciones con su antiguo compañero John Calele acercarían a reunirse con la Velvet Underground una vez más, aunque de modo efímero, y dieron algunos conciertos antes de que toda la tensión entre ambos volviera a surgir.
Lo cierto es que su carácter no resultaba fácil, como atestiguan muchos de sus conocidos y amigos, pero tampoco le faltaron socios con los que realizar proyectos durante las últimas dos décadas. Un período en el que, si bien no alcanzaba el nivel creativo de años anteriores, sí que se mostraba decidido a seguir experimentando en su línea, sin acomodarse y prefiriendo arriesgar. Dos años han pasado desde que se marchó, y ya han surgido un número apreciable de artículos, biografías e historias varias sobre su paso por la música.
El grado de verdad o mentira de las mismas no será relevante, no para el hombre que narró la sordidez con tanta plasticidad, bebiendo de la elegancia en algunas ocasiones y devorando distorsión en otras tantas. A Lou Reed nada lo puede derribar ya, y su leyenda lo confirma tan sólo dos años después de su muerte, dos años después del último rugido del “animal del rocanrol”.
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