Por: Oswaldo Rojas
Cuando la academia sueca dio el premio Nobel de literatura a Svetlana Alexiévich en 2015 por su trabajo con reportajes literarios hubo bastantes opiniones de inconformidad al respecto. Es cierto que no es un género usual, pero los libros de la bielorrusa – pocos traducidos al español hasta el momento – son el testimonio ignorado de gente que se sobrepuso a experiencias que parecen haber surgido de las mentes más agudas de la época.
Voces de Chernóbil reúne una colección de entrevistas que Alexiévich realizó a los habitantes y sobrevivientes de la zona después del accidente nuclear en la central Vladímir Ilich Lenin el 26 de abril de 1986, en la que tras una simulación de falta de sumisitro eléctrico el reactor se sobrecalentó dispersando materiales radiactivos por toda la zona.
Estos llegaron a casi una tercera parte de la nación. Las consecuencias de la exposición a estos elementos químicos son devastadoras: antes del accidente en Chernóbil por cada 100 mil habitantes en Belarús había 86 casos de enfermedades oncológicas (cáncer) y después de él la suma creció hasta 6 mil.
Alexiévich explica en la introducción que su motivación para escribir el libro es contar la historia de su nación independientemente de la percepción consabida de Rusia y Ucrania.
Pero no se trata solo de un libro reportaje que por los testimonios de los entrevistados valga. A pesar de que la autora aclara no haber querido usar esas voces para ponerse a filosofar sobre la vida – porque ve en ello una acción que banaliza el sufrimiento y distancia al lector de la situación real- hay un pulso que tiende a la reflexión latiendo en las entrelineas de los sobrevivientes.
Se trata de una población que vio la caída del sistema comunista ruso y con ese fracaso, la peligrosidad del nacionalismo desmedido. Para ese gobierno la vida de la gente era apenas una herramienta más. Ese mismo mecanismo fue el que buscó minimizar la gravedad del incidente: ocultó información, mintió sobre las medidas de seguridad, reaccionó con lentitud, vigiló a los afectados como a criminales y a aquellos que no se sometían a colaborar en estas acciones los excomulgaba.
En esas condiciones la gente con la que Svetlana pasó horas platicando desarrolló una conciencia abrumadora sobre su lugar en la tierra y los motivos del hombre. Muchos son campesinos y soldados, otros voluntarios y académicos. Todos coinciden en que faltaba por contar la versión más clara de la catástrofe.
“Veo el mundo de mi entorno con otros ojos. Una pequeña hormiga se arrastra por el suelo y ahora me parece más cercana. Un ave surca el cielo y me parece más próxima. Se ha reducido la distancia entre ellos y yo. No existe el abismo de antes. Todo es vida”, dice una mujer que tras el accidente nuclear cobró conciencia de muerte.
Otros adaptaron sus creencias a lo que vivieron en Chernóbil:
“Ahora es un nuevo mundo. Todo es distinto. ¿Será culpa de la radiación o de qué? ¿Y cómo es? Puede que se la hayan enseñado en el cine. ¿Usted la ha visto? ¿Es blanca o cómo? ¿De qué color? Unos dicen que no tiene color ni olor; otros, en cambio, que es negra. ¡Como la tierra! Aunque si no tiene color, es como Dios: Dios está en todas partes y nadie lo ve”.
Toda una generación que se preparó para la guerra nuclear y que al mismo tiempo creyó en el átomo como la energía del futuro se vio sobrepasada por la traición de este ultimo. Chernóbil provocó en sus habitantes la misma sensación de una guerra, pero una guerra que jamás sucedió. Para ellos la radiación era una voz que venia de la naturaleza, del propio pueblo bielorruso. Los relatos confluyen en la idea de que es un dolor incomprensible para las generaciones más jóvenes. ¿Cómo te defiendes de la radiación?
De la lectura consecutiva de las entrevistas entendemos como se le robó la idea de eternidad a todo un pueblo. Es el robo y supervivencia, sí, pero sin heroísmo. El heroísmo lo ven los hipócritas que no viven en las tierras radiadas. ¿Hay algo realmente heroico en las palabras de niños que a sus diez años viven esperando la muerte? ¿De gente enterrando sus casas a varios metros bajo tierra? ¿En ver a las aves caídas al suelo muertas por la mañana? ¿En los soldados disparando contra toda la fauna? ¿O en abandonar la tierra que los alimento sustituyéndola por miradas de temor?
Estos relatos son posibles porque la gente de Chernóbil reflexionó su vida no como un acto intelectual, sino como uno de supervivencia. Por eso no quieren que los escritores tergiversen sus historias con la visión de hombres que no han vivido la desesperación. Que no la habitan.
Svetlana termina el libro con un dato que bien podría ir al principio: hoy en día agencias de viajes llevan a turistas occidentales a visitar de forma segura y sana ‘La Meca Nuclear’. Los que pagan por el paseo turístico contemplan la desolación desde la comodidad, hasta se pueden tomar una foto cerca del reactor.
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