Por: Oswaldo Rojas
Con la muerte de Umberto Eco, ayer en Milan a sus 84 años, me di cuenta de haberlo leído muy pronto. A mis quince años venia de los casos de Sherlock Holmes y alguien, ya no recuerdo quien, me habló de El nombre de la rosa (1980), y según esa misma persona se trataba de una historia de detectives a la altura de Arthur Conan Doyle. Francamente y dejando consideraciones literarias a un lado era algo mayor a eso.
Su protagonista, Guillermo de Baskerville, no solo cumplía con todas las características que consagran a un detective, también cuenta con un enorme conocimiento en diversas áreas que pasan de lo especifico a lo absurdo. Y esa naturaleza del protagonista se desbordaba por toda la novela. Fue una lectura muy difícil – casi sufriente – que me llevó más de un mes: prefería distraerme con lecturas más amables y con conocimientos más cercanos a mi realidad. Pero al final la termine, precisamente porque el lenguaje rebuscado y largas disquisiciones auguraban algo que no alcanzaba a notar en el centro de la novela.
Desde esa primera lectura conocí al hombre doctorado en letras y critico literario, que con teorías apocalípticas iba hilvanando conceptos que después se traducían en un espejo de la realidad. Espejo que vemos desde dentro.
Al tiempo que llegaban novelas como El péndulo de Foucault (1988), Baudolino (2000), – mi favorita – La misteriosa llama de la reina Loana (2004) y Número Cero (2015); buscaba que ensayos suyos se hicieran un espacio en mi memoria de largo plazo con pocos resultados. No me interesa la pretensión de decir entender y haber leído todos sus textos ahora que el semiólogo ha muerto, probablemente nunca lo haga, pero sí diré que hay algunos que encontré consecuentes a mis lecturas de diario: El superhombre de masas, ¿En que creen los que no creen?, Sobre literatura y El mito de Superman.
Con Umberto Eco conocí lo practico de lo teórico. A propósito de eso y su muerte el primer ministro Italiano Matteo Renzi declaró ayer: “ Fue un ejemplo extraordinario de intelectual europeo, unía una inferencia única con una incansable capacidad de anticipar el futuro. Es una perdida enorme para la cultura, que echará de menos su escritura y su voz, su pensamiento agudo y vivo, su humanidad”.
El escritor italiano alcanzó el éxito con El nombre de la rosa y su segunda novela El péndulo de Foucault demostró que la conjunción de una compleja prosa que exigía una gran disposición intelectual podía hacerse de lectores fieles.
Durante el tiempo que pase con la lectura de La misteriosa llama de la reina Loana me encontraba descolocado y meditabundo. La premisa de un hombre que ha olvidado quien es y tiene que ir recreando sus relaciones personales así como (re)construir su pasado, despertó en mi la idea de la imposibilidad de comunicarnos fielmente con los demás y con uno mismo. Esa novela me dio vértigo porque me confrontó con el delicado equilibrio en el que construimos nuestras vidas. Supongo ese fue en realidad mi primer verdadero acercamiento a Eco.
Su último libro, Número cero, retrata la crisis por la que los periódicos comenzaron a pasar a finales del siglo XX. Resultó ser una critica dura a la falta de compromiso editorial, así como al hecho de ver la noticia como un producto al servicio de públicos superficiales. Esa novela final levantó cierta polémica entre los círculos de estudio de comunicación que la consideraron poco objetiva. Aunque también resultó ser su novela lingüísticamente más suave, accesible. Un libro con el que se despide con tranquilidad del tema al que le dedico su vida y del publicó que lo leía con asidua atención.
Recordemos esa máxima suya: ” Lo único que los escritores escriben para sí mismos son las listas de la compra…”.
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