Por: Oswaldo Rojas
¿Qué sucede con aquellos que no disfrutan de encender un cigarro y oír como cruje en llamas el tabaco? ¿Los que repudian el olor? ¿Y los que que no han llenado sus pulmones de esa caliente exaltación? Si apenas hace cincuenta años era la norma fumar, y fumar bien: con elegancia, porte y como sinónimo de sensualidad; ahora se quiere pensar en los fumadores como possers y hasta suicidas pasivos. Declaraciones risibles de psiquiatras que no entienden que lo que hace un fumador no es ir hacia la muerte, sino llenarse de vida.
Todos esos prejuicios son actuales e ignoran que el acto de fumar, aunque no fuera tabaco, data de más de 5 mil años antes de Cristo. Siempre ha tenido funciones diferentes en las sociedades. Y siempre el fumador de tabaco hace de ese acto un ritual, una compañía para la noche, la sobremesa o el trabajo. Aunque claro, esto fue antes de que el médico Franz H. Müller hiciera públicos los primeros estudios que comenzaban a demostrar la dramática relación entre cáncer de pulmón y tabaco.
Ahora los fumadores estamos vetados de los lugares cerrados, y como leprosos encendemos los cigarros en la acera. El ritual ha cambiado para demeritar el cigarrillo. Los fumadores no nos quejamos, aceptamos el cambio con orgullo. Tampoco nos hemos hecho para atrás ante los consejos de los ex-fumadores que con toda la paciencia del mundo nos recuerdan cada que pueden y quieren que en el país son 60 mil las muertes anuales relacionadas con el tabaco. Levantan pretenciosos el rostro diciendo que se han dado cuenta del mal sabor que deja en la boca y de como su fuerza de voluntad se impuso a la nicotina. Hoy en día se requiere de más valor para fumar que para no hacerlo.
En su momento Julio Ramón Ribeyro, el gurú del cigarrillo, escribió:
“¿Qué tipo de recompensa obtenía del cigarrillo para haber sucumbido a su imperio y haberme convertido en un siervo rampante de sus caprichos[…] Debía ser mental, como el que se obtiene del alcohol o de drogas como el opio, la cocaína o la morfina. Pero tampoco era el caso, pues el fumar no me producía euforia, ni lucidez, ni estados de éxtasis, ni visiones sobrenaturales, ni me suprimía el dolor o la fatiga. ¿Qué me daba el tabaco entonces, a falta de placeres, sensoriales o espirituales? Quizás placeres más difusos y sutiles, difíciles de localizar, definir y mensurar, ligados a los efectos de la nicotina en nuestro organismo: serenidad, concentración, sociabilidad, adaptación a nuestro medio. Podía decir en consecuencia que fumaba porque necesitaba de la nicotina para sentirme anímicamente bien”.
Se trata de una respuesta correcta pero el aserrimo fumador no sintendose conforme con una razonamiento amplio su explicación a un nivel espiritual. Para ello volvió sobre sus lecturas de Empédocles y concluyó:
“El cigarrillo nos permite comunicarnos con el fuego sin ser consumidos por él. El fuego está en un extremo del cigarrillo y nosotros en el opuesto. Y la prueba de que este contacto es estrecho reside en que el cigarrillo arde, pero es nuestra boca la que expele el humo. Gracias a este invento completamos nuestra necesidad ancestral de re-ligarnos con los cuatro elementos originales de la vida”.
Ese testimonio consta en su texto Solo para fumadores en el cual el escritor da cuenta de sus aventuras e intima relación con el tabaco. Fue uno de los pocos que llevo al extremo su consumo pero que lleno de contenido esa relación simbiotica con el, comprendiendo lucidamente que, como todos los fumadores, el cáncer seria la única gran verdad que lo esperaba.
Ramón Ribeyro es un ejemplo de lo que es tocar fondo con el tabaco. Fueron varios sus intentos de dajarlo, arrojarlo por la ventana y no saber de él. Pero siempre volvía, aún ante la enfermedad, gustoso de encontrar en el la compañía de su vida. Su falta lo llevo incluso a las lagrimas después de darse cuenta de que había sacrificado su amor propio en aras de una buena calada.
Tan solo pensar en los seis meses de abstinencia que un fumador debe guardar para eliminar su adicción al tabaco repele a los interesados, no por la idea de los difíciles días a los que nos someteríamos en busca de la salud sino porque son una advertencia de la falta del paroxismo al que estamos acostumbrados sentir en cada cigarro.
No fumamos por puro placer, aunque sí es una razón de peso, sino por las extensas relaciones que hacerlo guarda con el hombre. Nos devuelve a la “realidad”. Nos planta en esta tierra y aquello que parece ficción literaria se convierte en nuestra propia corporeidad.
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