- Quien le cantará a los alcatraces es uno de los relatos que conforma la serie El oficio de los fantasmas; cuentos en donde la melancolía y los símbolos juega un papel protagónico.
Escrito por: César H. Dorado/
Dentro de la calma de una de mañana desoladora, piso el jardín y me sumerjo tranquilamente entre todos los helechos y las flores que han caído después de la tormenta paradisiaca de girasoles que, casi misteriosamente, trae cada año el mes de abril entre vientos que despeinan las jacarandas y destruyen los hormigueros.
El danzante fluir de una brisa intranquila puso tristes a las flores del durazno, pero en su misma tristeza desbordada, las flores con sus ojos amarillos, compiten con el pasto para ganar su terreno como alfombras que iluminen el cielo enfadoso y grisáceo. Sin esforzarse en lo más mínimo, gana el verdor aliquebrado del pasto, pues inunda de una sola brisa cualquier rastro floral que quiera perpetrar en su espumosa substancia. Marchita y saca a su superficie los esqueletos de hormigas que no pudieron ganarle a los pequeños ríos de lodo.
Algunos animales están metidos en sus escondrijos y otros tantos han entrado a refugiarse a la casa. Se meten entre las rocas y caminan rápidamente por encima de los troncos para tomar alguna florecilla violeta que los resguarde de la lluvia mezquina. El resto sólo mira fijamente la inmensidad de la puerta principal y se preguntan cómo derrumbaran a ese monstruo de madera hinchada.
Los primeros en entrar son los alacranes, caminan en la sala y se cobijan con las cortinas que aletean a la par del viento. Cambian de su color negro a un rosa coralino que resalta con lo blanquizco de las paredes; se escabullen, pero el resonar de su marcha los delata, van en conjunto y crean coreografías elevando sus aguijones tornasol para disparar a los candelabros. Se separan para despistar a alguien, no sé quién sea, pero están asustados y se resguardan detrás de los sillones, abriendo sus blancos ojos.
En lo alto de las paredes están escondidas algunas arañas de patas esveltas, ellas subieron por los árboles y se lanzaron estrepitosamente a los ventanales, entraron apresuradas y construyeron algunas telarañas con encajes complejos. A varias de ellas se les ha corrido el maquillaje por el agua, pero en su oficio de parecer desagradables, siguen siendo únicas, aunque estas arañas que invaden los espacios esquinados de mi casa, son diferentes; sólo tienen dos ojos y su abdomen negruzco brilla como esmalte para uñas.
Pese a que todos vigilan algún punto, tienen miedo, porque hasta las abejas que podrían esconderse bajo el bello perfume de los floripondios, escapan y caen a lado de los grillos. La incesante lluvia ensordece el ambiente mientras comienza a inundar la fuente con esculturas danzantes que adorna la entrada principal del jardín, removiendo el moho e intensificando el olor a tierra mojada.
Todo se mueve, pero no me separo de mi posición. Mi vestido se comienza a empapar y una agonía aterradora se incrusta en mi cuerpo como bala de plata. Sólo veo el huir del día y el chillar de los murciélagos. Dentro, la calma invade todo el panorama y el calor de los alcatraces arropa a todos los muebles, pero el miedo no cesa, se percibe en el aire, se respira y desgarra los pulmones.
El esmalte de mis uñas se comienza a desvanecer, los dedos se ponen escarlata, en las piernas deja de circular sangre y, como todos los días a la misma hora, una terrible inundación cubre al jardín donde el tiempo se empieza a gastar.
Mi cuerpo comienza a flotar en agua fría, en un tiempo que no circula para ninguna parte, bajo la negrura de una nube que no se desvanece.
Sólo mis ojos perciben la detención del tiempo, porque mis brazos están amarrados a una bisnaga; son sólo mis ojos los que inundan el jardín, los que conmueven a los cerezos y ven desvanecer los colores pálidos de las gladiolas.
La misma corriente del agua me acurruca en la cuna de moisés e intento abrigarme, pero el cementerio de grillos y abejas no me lo permite, porque es imposible profanar la tumba de un insecto. Sigo fluyendo y recaigo en la fuente circular donde comienzo a sentir el pesar de una mirada iracunda que viene desde lo más alto de la cúpula, ese lugar donde reposan las urracas y los cotorros que devoran colibríes.
Subo a una jacaranda, logro verme, soy yo, a través de ese cristal verde. Estoy suspendida en la oscuridad, postrada sobre la propia oscuridad de una casa invadida por fantasmas que no venían incluidos en su gloriosa construcción.
Me sumerjo poco a poco entre las ramas y las flores desteñidas del árbol, ella sólo sonríe y baila con el cabello tan largo y negro; algunos espectros van y vienen con el fluir de sus brazos, mientras los míos se congelan y se parten como bloques inmensos de hielo.
Los párpados ya no responden y mis ojos se resecan y botan de mis cuencas como un par de canicas. Allá arriba todos bailan, los espíritus, las sombras, los malestares obscuros de las paredes que se cuartean, los 26 focos amarillentos explotan y las teteras dejan de chillar.
No tengo posibilidad de meter mi miedo a la casa, los insectos la han invadido y me han dejado fuera de ella, arrumbada ahí, con el cuerpo destrozado y la consciencia tirada como composta entre los pequeños girasoles.
Poco a poco, el piso bebe toda el agua de lluvia y desciendo hasta los hormigueros para revelar el holocausto que trajo consigo la tormenta. Solo obverso el devenir de la amargura radiante del sol primaveral que, apenas si se anima a salir.
Fantásticamente, las flores empiezan a levantarse mientras los insectos resucitan y salen de la casa. Abren la puerta y vuelan, corren y se inyectan en la tierra húmeda, en mis venas abiertas y en mis órganos sangrantes para hacer ahí sus nidos.
El cuerpo de las esculturas deja de danzar y se revisten de una cola de diablo verde, tupida y exuberante que baja hasta sus pies mohínos y sin dos dedos, pero es la belleza de su excéntrica figura quien resalta lo opaco del pasto, aunque esté fragmentada. Yo reposo tranquilamente, esperando la tarde mientras el látigo de luz del cielo me somete.
De repente, escucho el crujir de la puerta principal y observo unos pies pequeños, con las uñas rozadas y bien estilizadas; son regordetes, pero dejan relucir algunas venas. Subo un poco la mirada y en el trecho de los tobillos hasta la rodilla se ve una piel intacta, como si esos pies nunca hubieran caminado por la frialdad de un jardín invadido de naturaleza muerta.
Alcanzo a ver su ojos, tiernos y negros como el ébano, rodeados de un amarillento enfermizo. Su cuerpo sólo está ahí, suspendido en la inmensidad de una soledad resguardada por espíritus.
Comienza a agacharse y de sus pequeños bolsillos saca sus manos; delgadas y pálidas con dedos arrugados, pero bien decorados con anillos. Sus movimientos son tan delicados que al acariciarme el cabello se siente como una pequeña brisa en medio del calor incesante de verano. Choca su nariz con la mía, está fría. De su respiración sale un olor a frutilla podrida que se une al del huele de noche de la marquesina de enfrente. Respira tan profundo que se roba hasta el viento.
Poco a poco, la pastosa presencia de las sombras se aparta de su cuerpo y aunque sus ojos se salen de sus órbitas, su aliento y el tacto de sus dedos con mi rostro desahuciado hacen que me sienta tan cerca de algo que tiene vida. Se recuesta a mi lado y une sus pies suaves con los míos, tan cuarteados como la corteza de los castaños.
-Es la primera vez que sales de la casa- le susurro, tratando de mantener un tono que no le lastime los oídos
-Es que algo ha pasado dentro.
-Tú nunca sales de la casa, yo sólo te observo desde aquí todos los días.
Guardó silencio y clavando su mirada en mí, susurraba -Tú siempre descansas en la espesura de este jardín, a esta misma hora. Siempre te empapas y te resquebrajas, porque no importa que afuera sea verano, aquí llueve todos los días y tú todos los días naces y mueres.
-De quién es la muerte sino sólo nuestra, yo aquí todos los días me deshago como se deshizo el tiempo allá fuera. Me he acostumbrado a la calma de los insectos y al hambre de los ratones, aquí pasa lo mismo todos los días, puedo pisar el jardín y disfrutar del pasto, pero hoy no sé qué ha pasado que has salido de la casa y liberado a los fantasmas.
-Yo no he salido de la casa, alguien me ha sacado y ahora nos observa desde arriba.
-Pues regresa, vuelve a entrar a la casa y pósate ahí de nuevo.
Se levantó de un solo golpe y doblando un poco los pies por el frío de la tierra, se marchó entre una neblina espesa y rojiza. Abrió la puerta oxidada, nos miramos y en mis pensamientos fatuos sólo me invadía la duda de saber quién les cantará a los alcatraces, si no es la fuerza de su llanto cuando florece al mirarme por esa ventana.
Quien acariciará a los unicornios cuando los helechos estén marchitos y quemados por el frío. Quién se acercará a oler las gerberas cuando el sol desaparezca, quién podrá subir a lo más alto de las jacarandas cuando sus ramas estén siendo cortadas por el fuerte viendo de abril. Nadie más que esa sobra hecha polvo.
Nadie más que mi voz hecha eco entre las paredes y el desconsuelo de esta casa, albergue de fantasmas y recuerdos que no se quieren ir a descansar.
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