México simbólicamente comienza en este sitio. Los caminos del país inician y se extienden a lo largo del territorio mexicano a partir de una estatua cuya sombra cubre a tres turistas que contemplan a una mujer realizando una limpia de corte prehispánico. Se trata del obelisco en homenaje al matemático alemán Enrico Martínez, personaje que ideó la construcción del canal de desagüe en el siglo XVII. El monolito soporta la escultura de Cibeles –diosa griega que representa la Madre Tierra– cuya función fue fijar los niveles de agua del lago de Texcoco. Actualmente algunos historiadores coinciden en que es la marca del kilómetro cero, localización geográfica desde la que se miden las distancias de un país. Mientras un hombre de mediana edad recibe las emanaciones de copal y albahaca para alejar las malas vibras, cinco plomeros se encuentran sentados en una esquina exterior del atrio de la Catedral Metropolitana. La luz del sol se contrae a sus espaldas y la sombra que anuncia la caída de la noche cubre lentamente los sitios más emblemáticos del Centro Histórico de la Ciudad de México.
Las luces artificiales recientemente instaladas se encienden y revitalizan las fachadas de los edificios que fijaron el fin del imperio azteca y el comienzo del virreinato español. Cuatro construcciones en la misma calle albergaron los cuatro poderes que determinarían la vida de La Nueva España y posteriormente a México. Las primeras sedes de la política, religión, economía y cultura compartieron la misma vecindad, y sus sedes todavía se yerguen ante un grupo de turistas y curiosos ávidos por explorar, en la calle Moneda, el principio de México.
El recorrido nocturno es liderado por el guía David García, museógrafo y guía ansioso por repetir las historias y leyendas resguardadas en los rincones de esta calle y sus alrededores. Un grupo de 15 personas se junta en la Plaza del, al costado oriente de la Catedral Metropolitana. Las lámparas de mano que algunos portan se encienden, señal de que, una vez más, los secretos de Moneda están a punto de ser iluminados.
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Cuando el grupo se desplaza del punto de encuentro en la Plaza del Seminario y el sonido de los pasos rebota en los muros de la época virreinal que la rodean, la primera universidad de América pasa desapercibida. Una lona roja sostenida por palos de madera cubre la mayor parte de su fachada. El grupo no conocerá la trayectoria académica de figuras ilustres como el científico y humanista Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) y el dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón (1581-1639), quienes se pasearon por las otroras aulas de la Real y Pontificia Universidad, fundada el 25 de enero de 1553.
La placa de cantera redactada en latín y coronada por un águila –colocada en 1919 por iniciativa de Jorge Enciso para conmemorar su reapertura posrevolucionaria– es inapreciable. Es imposible echar un vistazo a las habitaciones que en 1865 fueron ocupadas por el Café del Correo (1852-1872), uno de los primeros establecimientos de este tipo en la ciudad. Sin embargo, al inmueble se le asocia más con la famosa cantina El Nivel, la cual abrió sus puertas en 1857 con una licencia firmada por el presidente Sebastián Lerdo de Tejada. La historia cuenta que al principio no tenía nombre, pero la gente la llamó “el nivel” porque estaba frente del monumento a Enrico Martínez, el cual se encontraba del lado oriente de la Catedral Metropolitana. Se dice que El Nivel reunió –durante sus mandatos– a casi todos los presidentes de México antes de Vicente Fox, y a figuras públicas como Carlos Monsiváis y Jacobo Zabludovsky. Antes de que la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) ganara en el año 2008 un litigio para adueñarse del predio, El Nivel fue la cantina más antigua de la ciudad.
El grupo avanza y un turista se detiene para admirar el lugar que Hernán Cortes ordenó construir sobre las Casas Nuevas de Moctezuma cuando conquistó Tenochtitlán. El Palacio Nacional, donde 500 años atrás estuvo la oficina del último emperador azteca e incluso un zoológico –según algunos investigadores–, es resguardado por la seguridad del Estado Mayor presidencial.
La construcción barroca se mezcla con el resto de los inmuebles alrededor de sus 40 mil metros cuadrados. Su nombre fue parte de la transformación que el país experimentó tras la caída de Agustín Iturbide en 1823, cuando el Congreso de la Unión decretó que todos los lugares que en su nombre llevaran los términos “imperial” debían sustituirse por “nacional”. En las noches las habitaciones de este símbolo centenario del poder colonial permanecen vacías, pero durante el día las puertas contempladas por el turista se abren para recibir a 30 personas por hora, quienes tienen la oportunidad de conocer el interior del recinto que más de 100 años atrás reunía a los primeros políticos de la joven República mexicana para legislar las primeras leyes del siglo XIX. A excepción de las 31 salas restringidas al público, los visitantes tienen acceso al resto del recinto para perderse entre la historia que esconden los pasillos y encontrarse con los murales de Diego Rivera que ocupan el espacio que se levanta de la escalera principal y los muros que se extienden a lo largo del corredor norte de la segunda planta en el patio central. Antes de que Porfirio Díaz restaurara el Castillo de Chapultepec, aquí comenzaban sus días todos los presidentes de México. Una vez caído el imperio de Maximiliano de Habsburgo el 15 de julio de 1867, Benito Juárez se instaló en el Palacio Nacional, hasta que cinco años después la angina de pecho que lo agobiaba le cobró la vida.
Las habitaciones del Benemérito de las Américas, desde 1998, conforman El Recinto Homenaje a Benito Juárez, un museo de sitio que recrea con fotografías, pinturas y mobiliario —donados por sus descendientes— la vida privada del gran estadista del siglo XIX. En los años posteriores al Porfiriato, además de haber sido el domicilio oficial del Ejecutivo federal, el Palacio Nacional también albergaba las oficinas principales de las secretarias de Gobernación, Hacienda, Marina y Guerra (ahora de la Defensa Nacional).
Aunque la residencia oficial de los presidentes ahora sea Los Pinos, El Palacio Nacional todavía es la sede oficial del Poder Ejecutivo, donde se reciben las visitas de Estado y se toca cada 15 de septiembre la campana original que el cura Miguel Hidalgo agitó para iniciar, sin saberlo, el día de la independencia. El poder político de México todavía yace aquí.
Más adelante, inmediatamente en la esquina con Licenciado Francisco Primo de Verdad, la Casa de la Primera Imprenta de América es el inmueble que merece la primera remembranza de la noche. “Por petición del virrey Antonio de Mendoza y del obispo Juan De Zumárraga, el impresor sevillano Juan Cromberger envió a la Nueva España a su colega Juan Pablos para que en el año 1539 fundara y operara un taller de impresión tipográfica que atendiera la demanda de publicaciones necesarias para la evangelización de los indígenas”, explica David García mientras señala con sus manos la fachada iluminada del primer centro de impresiones en América.
Ese mismo año se publicó el primer libro del continente americano: Breve y más compendiosa doctrina cristiana en lengua mexicana y castellana, según la página web de la Universidad Autónoma Metropolitana, institución pública de educación superior que en 1994 adquirió y restauró el inmueble para proyectos de difusión cultural.
En sus dos pisos abiertos al público no hay una exhibición permanente sobre los comienzos de la industria editorial en México o algo que evoque los principios de la difusión religiosa y cultural, excepto la réplica exacta de la imprenta que trajo Juan Pablos y un linotipo de principios del siglo XX, donado por el diario Excélsior. En vez de eso, el arte contemporáneo se manifiesta en la colección de dibujos de Aarón Aguilar que se exhibe gratuitamente bajo el título de El azar del entorno.
Sin embargo, la historia de esta casa no se limita a la imprenta y el arte. Se ha documentado que en 1527 aquí fue donde se fundieron las campanas de la primera catedral, por órdenes De Zumárraga. Por ese motivo se le llamó popularmente Casa de las Campanas, según explica un tríptico de la UAM. Otro ícono fundacional de México.
La calle Moneda le debe su nombre a un edificio que actualmente es el hogar de siete culturas, pero que cuatro siglos atrás fungió como la cuna de la economía novohispana: la primera casa de moneda de América.
Justo detrás del palacio, sobre un área que también era parte de Las Casas Nuevas de Moctezuma, en 1569 se inició la construcción de la Real Casa de Moneda por órdenes del virrey Antonio de Mendoza para que se trasladara de las Casas viejas del último tlatoani –en donde se sitúa actualmente el Nacional Monte de Piedad–. Aquí se fundieron las primeras monedas que circularon durante la Colonia. Más tarde, la inestabilidad causada por el movimiento de independencia motivó el traslado de la Casa de Moneda a la actual calle de Apartado, ahora Museo Numismático. En 1825, en el edificio de Moneda se fundó el primer museo de América, por iniciativa de Guadalupe Victoria, primer Presidente de México.
Actualmente este inmueble es el Museo Nacional de las Culturas, un lugar que alberga exposiciones permanentes y temporales de seis civilizaciones antiguas: Mesopotamia, Egipto, Persia, Grecia, China y los pueblos del Río Amazonas. Rodeado de antigua utilería para momificar cuerpos la sacerdotisa Djedet descansa en su sarcófago, la reliquia principal de la sala egipcia. Sin embargo, este ataúd antigua que capta inmediatamente la atención no albergó a ninguna figura del antiguo Egipto, sino que se trata de una réplica del original en poder del Museo Nacional de Historia Natural de Instituto Smithsonian en Estados Unidos. Además del único sarcófago en México, las salas de Oriente Medio Antiguo y Mediterráneo exhiben 287 réplicas de objetos emblemáticos de las culturas más importantes del planeta, como una estatua del dios Lamassu –la deidad más importante para los sumerios–, vasijas que relatan la mitología griega, así como recreaciones digitales de las guerras que los griegos sostuvieron contra los persas. Del otro lado del patio central que separa las salas que del año 1858 a 1868 sirvieron como recintos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la exhibición temporal Amazonia reúne los objetos de los pueblos de la selva originarios de Brasil, Perú, Ecuador, Bolivia, Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam y Guayana francesa.
La colorida presencia de Sudamérica se manifiesta en ejemplos de cestería, instrumentos de caza y agrícolas, ornamentos, amuletos, arte plumario e incluso auténticas cabezas reducidas que representan el bagaje cultural de una región que estuvo habitada desde hace 15 mil años, mucho antes de que los españoles colocaran la primera piedra en la calle Moneda. Un museo a cielo abierto
Irónicamente el bagaje antropológico de México es inexistente en el Museo de las Culturas, pero no se encuentra muy lejos de allí. Al salir de esta casa en dirección al Zócalo, el Museo del Templo Mayor abre las puertas del pasado indígena de México con una colección de más de siete mil objetos que pertenecían a los mexicas así como los vestigios del Templo Mayor de Tenochtitlan y de algunos edificios aledaños en la calle Seminario.
El lugar es uno de los sitios arqueológicos más importantes del país. Rodeado de edificaciones que revelan el sincretismo de las culturas azteca y española, los vestigios que hace más de quinientos años fueron el lugar más sagrado para los mexicas ahora es uno de los atractivos turísticos más importantes de la Ciudad de México. De acuerdo con datos del Departamento de Promoción Cultural del museo, sólo en el año pasado un total de 641 mil 722 personas –alrededor de mil 758 cada día– pagaron 64 pesos o ni un centavo para contemplar el altar al dios Tzompantli, dos templos rojos dedicados a Xochipilli y la Casa de las Águilas dentro del recinto sagrado prehispánico al que antiguamente sólo tenían acceso los sacerdotes, guerreros, gobernantes y estudiantes del Calmécac, un centro educativo de élite de los nahuas en el que los hijos de los sacerdotes o los nobles recibían formación.
Para los mexicas, el Templo Mayor ocupaba el centro del universo y por esa razón cambiarlo de lugar era inconcebible. Entonces, cada vez que querían agrandarlo se construía un nuevo edificio sobre el anterior, conservando las mismas características fundamentales, es decir, dos capillas en la cúspide y escalinata doble en la fachada principal. De esta manera se procedió al menos en siete ocasiones. Después del recorrido por el sitio más importante de la cultura azteca –donde los sacrificios humanos y el juego de pelota eran actividades comunes–, el Museo del Templo Mayor aguarda al visitante para darle continuidad a la historia de una de las conquistas más importantes de la humanidad.
Conformado por ocho salas, este proyecto museográfico se distribuye en cuatro salas dedicadas al dios de la guerra Huitzilopochtli y los productos obtenidos por los mexicas a través de sus conquistas territoriales, mientras que las siguientes cuatro abordan al dios de la lluvia Tláloc, la agricultura y la explotación que los aztecas hicieron de los recursos naturales en general.
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Alejado del tumultuoso ruido que hay alrededor del Templo Mayor y de la calle Moneda, un jardín silencioso, fresco, con árboles frutales y cuatro bancas diseñadas por la artista Remedios Varo, se esconde en el Museo de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, otro proyecto a cielo abierto. Después de la aparición de la virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac, la leyenda cuenta que en 1531 aquí se desarrolló la segunda parte del milagro guadalupano: la segunda aparición de la deidad que marcaría el sincretismo entre el catolicismo y el indigenismo. Debido a que no hay fuentes históricas que sustenten la leyenda, los museógrafos nunca han llegado a un acuerdo entre la versión que señala al vestíbulo del edificio como el lugar donde sucedió la aparición de la imagen en el ayate de Juan Diego o si aconteció en alguna de las salas que rodean el patio principal, sitio donde despachaba el obispo Juan de Zumárraga. La supuesta aparición de la virgen de Guadalupe no es el único aspecto histórico que caracteriza a lo que antes se le conocía como el Palacio del Arzobispado. Una pintura reúne a los héroes que desde la Independencia hasta la expropiación petrolera de Lázaro Cárdenas, marcaron la historia del país. Se trata de Canto a los héroes, un mural de José Gordillo que marca el preámbulo del resto del arte que aquí se exhibe e integra La Colección, la cual está basada en el programa Pago en Especie de la SHCP que permite a los artistas pagar sus impuestos con sus propias obras. Actualmente en los dos pisos se presentan las obras plásticas de Leonora Carrington, Fernando Agriacci, Luis Nishizawa y Francisco Toledo. El antiguo recinto que albergó el primer Obispado en México no es el único Palacio cuya visita es un seguro de tranquilidad que permite la contemplación del arte y la reflexión. En 1910, cuando Justo Sierra logró reabrir la Universidad Nacional, el edificio construido por el gobierno de Porfirio Díaz y contiguo a la iglesia de Santa Teresa la Antigua se destinó a la rectoría. En 1929, con la obtención de la autonomía, alojó primero oficinas y después, entre 1933 y 1978, distintas escuelas como Odontología, Enfermería y Obstetricia, y algunos planteles de la Nacional Preparatoria. Así, el Palacio de la Autonomía es uno de los referentes culturales y académicos más importantes del Centro Histórico. En su interior se encuentra la Sala de la Odontología Mexicana, la Fonoteca de Radio UNAM, es sede externa del Centro de Enseñanza de Lenguas Extranjeras y como museo abre sus puertas a exposiciones como El Miedo y La experiencia CSI. El perímetro que ofrece todo
En el perímetro de poco más de un kilómetro cuadrado que abarcan las calles Moneda, Seminario y Licenciado Primo Verdad hay ocho museos, dos más que en toda la delegación Gustavo A. Madero. Después del cruce con la calle Academia, Moneda cambia de nombre a Emiliano Zapata. Al fondo se encuentra el templo de la Santísima Trinidad, edificado en 1755 a instancias del gremio de los sastres. Con su fachada repleta de santos, frutos, follajes, querubines, conchas, obispos y papas, es uno de los ejemplos más sobresalientes del arte barroco y marca el final de la encrucijada de la política, cultura, economía y religión novohispana y mexicana. A principios de este año, la calle Moneda se rehabilitó como un corredor peatonal y vehicular. Con una inversión de 30 millones de pesos para la renovación del asfalto y otros 7 millones destinados a la iluminación artística de sus edificios centenarios, esta calle se convirtió en un andador que privilegia la comodidad del turista o el curioso que la recorre a pie para disfrutar sus museos, restaurantes o la compra de curiosidades que ofrecen decenas de vendedores ambulantes que diario la invaden. Aquí la economía parece nunca detenerse. La diversidad de mercancías es otra atracción que invade el andador peatonal y lo hace insuficiente para la afluencia de personas que lo recorren. Es un imán de visitantes ávidos por saciar su hambre con una tlayuda y comprar alguna prenda tejida a mano o un aparato electrónico.
Los comerciantes que resguardan las fachadas de los museos con sus carritos de supermercado adaptados para vender sombrillas, ropa, artículos electrónicos y más, son constantemente amenazados por los operativos policiales mientras los políticos mexicanos despachan a unos metros en el Palacio Nacional. Y aunque aquí se han decomisado libros y mochilas apócrifas en operativos a altas horas de la madrugada, el ambulantaje sigue y parece que crecerá con el paso del tiempo para satisfacer cualquier antojo de los visitantes ansiosos por descubrir el principio de México.
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