- La escritora analiza cómo a pesar del pujante desarrollo a nivel mundial en los inicios del siglo XX, la rivalidad por las colonias, la competencia económica y los nacionalismos étnicos, entre oytros factores incidieron en favor del conflicto
Por: Redacción
A finales de agosto de 1914 ardió la gran biblioteca de Lovaina, en Bélgica, en ese incendio converge la metáfora de lo que la Gran Guerra significó. A pesar de no haber sido el detonante del conflicto, con el humo se volatilizaban 200 mil volúmenes que atestiguaban el constante anhelo humano de conocimiento en aras de enriquecer y mejorar la vida. Con el incendio de Lovaina terminaban siglos de paz y prosperidad y con ello la edad dorada de Europa y la idea de un futuro que aparentemente estaba en las manos de los seres humanos.
Con esta imagen de Lovaina en llamas y sus desesperados habitantes escapando hacia el campo inicia Margaret MacMillan su obra 1914, De la paz a la guerra, coeditada por el Programa Nacional Salas de Lectura de la Secretaría de Cultura y Turner Noema. Impecable narración que vivifica a líderes políticos, diplomáticos, banqueros, hombres con corona que fallaron en detener la caída al abismo.
La amenaza había estado presente, en previas crisis gravísimas, pero terceras partes presionaron decisivamente, se hicieron concesiones, se llevaron a cabo cumbres en las que se consiguió evitar el conflicto. Después del asesinato del heredero al imperio austrohúngaro, Francisco Fernando, se creyó que esos mecanismos volverían a funcionar, pero no fue así. “Esta vez el imperio austrohúngaro sí declaró la guerra a Serbia, respaldado por Alemania; Rusia decidió apoyar a Serbia y entró en guerra con el imperio austrohúngaro y con Alemania; Alemania atacó a Francia, aliada de Rusia, y Gran Bretaña intervino en defensa de sus aliados. Así se vinieron abajo los límites”, resume Margaret MacMillan.
Había factores de riesgo que empujaban hacia la guerra, y que en nuestro panorama actual no caen tan lejos: la rivalidad por las colonias, la competencia económica, los nacionalismos étnicos, o el desarrollo de una opinión pública de carácter nacionalista que presionaban en favor de lo que consideraban derechos e intereses de sus naciones.
La ciencia y la tecnología, con todos los beneficios que trajeron a la vida humana, también desarrollaron armamento más potente y terrible. Incluso las ideas del evolucionismo aportaron a la creencia de que en el orden natural serían las especies más aptas las que podían sobrevivir.
Otros elementos fueron los emocionales, el miedo a desaparecer que se apoderó de las potencias, Francia temía a Alemania, Rusia estaba desarrollándose y armándose a gran velocidad, si Alemania no la atacaba pronto no sería capaz de hacerlo después, el imperio austrohúngaro veía amenazada su existencia por el movimiento nacionalista sudeslavo apoyado por Serbia y Gran Bretaña, que apostaba por la paz, temía que alguna potencia se alzara como la dominante. Se sumó a este miedo entre potencias, el socialismo que ponía en riesgo a las clases dominantes.
A pesar de todo ello, como herederos del siglo XIX tenían la mentalidad de que en la paz ganaban todos, que se podía arbitrar para dirimir conflictos, se confiaba en que la guerra llegaría a ser algo obsoleto, ¿qué falló entonces?, ¿Por qué esa minoría de generales, políticos y monarcas que pudieron decir no, dijeron sí? Esa es la gran pregunta que intenta responder Margaret MacMillan.
Hubo un tiempo prometedor, auténticamente optimista que quedó manifestado en la Exposición Universal de París de 1900. La guía Hachette describía el panorama bajo el que se reunían las naciones. “Han reunido sus maravillas y sus tesoros para revelarnos artes desconocidas, descubrimientos olvidados y para competir con nosotros en una carrera pacífica en la que el Progreso no cejará en sus conquistas”.
Como parte de la exposición se llevaron a cabo también los Juegos Olímpicos, en los que participaron por primera vez las mujeres compitiendo en tenis, golf y croquet.
Si podía verse como un catálogo de lo que era cada país participante, incluidas las colonias, también fue un “monumento” a los más extraordinarios y recientes logros de la civilización occidental en la industria, el comercio, la ciencia, la tecnología y las artes. Se exhibieron ahí las nuevas máquinas de Rayos X, pero el descubrimiento más esplendoroso era el de la electricidad. Estaba también el palacio de la enseñanza y la educación, que a decir de Alfred Picard, organizador de la exposición, la educación era el origen de todo progreso.
Los europeos tenían razones para sentirse satisfechos en ese momento, en las últimas décadas del siglo anterior hubo una explosión de productividad y riqueza y la vida se transformó. Gracias a una alimentación de mayor calidad y más barata junto con los avances en la higiene y la medicina la gente vivía más y mejor. Refiere la historiadora que la sopa enlatada de Campbell, recibió en la exposición una medalla de oro.
Las ciudades fueron poblándose de habitantes del campo que llegaban a trabajar en las fábricas y los comercios, creció la clase obrera lo que llevó a la creación de sindicatos. La exposición reconocía a los obreros presentando unos modelos de vivienda, así como organizaciones dedicadas a su desarrollo moral e intelectual. Empresas y gobiernos entendieron que era necesario que la población estuviera más sana e instruida, para una mejor economía. Al final del siglo XIX se dio el auge de la educación universal y la alfabetización.
Creció el número de bibliotecas públicas que junto con la instrucción para adultos vino a promover la lectura, lo que motivó la respuesta de las editoriales que reaccionaron al mercado masivo con historietas, novelas de misterio e historias de aventuras. Fue entonces que surgió la prensa de aparición periódica y circulación masiva. La idea de pertenecer a una comunidad global se vio cimentada en la posibilidad de saber mucho más de otros países.
Conforme se extendía la democracia, el derecho al voto hizo más complicada la tarea de gobernar, se tenía a un votante cada vez más exigente y ningún gobernante quería tener grandes masas descontentas. Otto von Bismarck, canciller de Alemania, fue el primero en promover el estado de bienestar con elementos como el seguro por desempleo y las pensiones de vejez.
Las ciudades comenzaron su transformación, se construían calles y espacios públicos más amplios. Los baños integrados a las viviendas y el suministro de agua limpia significaron la erradicación de enfermedades como el tifus y el cólera.
En la fastuosa exposición universal hubo cabida también para exponer las telas e indumentarias de los mejores modistos franceses, así como prendas más accesibles para la clase media.
Bicicletas, teléfonos, libros estaban a la disposición de todos en los novedosos grandes almacenes. La producción en serie hacía posible que efectivamente casi cualquiera pudiera acceder a esos artículos. “Se daba por hecho que el desarrollo humano era lineal, aunque no todas las sociedades habían alcanzado el mismo nivel. El progreso era visto de manera uniforme y sin excepciones: las sociedades desarrolladas eran mejores en todos los ámbitos, desde las artes hasta la política, desde las instituciones sociales hasta la filosofía y la religión”. Los países europeos encabezaban este avance y las demás naciones terminarían siguiendo sus pasos, ejemplo de ello eran las antiguas colonias del imperio británico.
En este contexto de sueños, ideales y buenas intenciones nadie podía creer que habría una guerra que los involucrara a todos, pero cuando realmente llegó fue tan devastadora que hasta el día de hoy sigue buscándose a los responsables. La Gran Guerra, apunta la autora, o bien no fue culpa de nadie, o bien fue culpa de todos. Al final, lo que encuentro más interesante, ahonda, es la pregunta de cómo fue posible que Europa, en el verano de 1914, llegara a un punto en que la guerra fue más probable que la paz, ¿por qué en aquella ocasión, como habían hecho antes, no se echaron atrás? En otras palabras: ¿por qué fracasó la paz?
Margaret MacMillan es la Rectora del St. Anthony´s College de la Universidad británica de Oxford y catedrática de Relaciones Internacionales en la misma institución. Dirigió el Trinity College en la Universidad de Toronto. En el año 2002 ganó el Premio Samuel H. Johnson por su libro París 1919: seis meses que cambiaron el mundo, y es autora también del libro Juegos peligrosos: usos y abusos de la Historia (2010)
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