Por. Redacción/
El 17 marzo de 2016, en uno de los tantos cambios de luminarias que ha tenido la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, fue ubicada la lápida funeraria de un personaje desconocido: Miguel de Palomares, un canónigo que fue pilar de la evangelización en la Nueva España. La losa que cubrió sus restos mortales por más de 470 años, se incorpora desde este fin de semana a la colección permanente de la Sala 8 del Museo del Templo Mayor (MTM).
En la inauguración de este espacio, que contó con la presencia del deán Francisco Espinosa Estrada y del chantre Ricardo Valenzuela Pérez, miembros del prelado catedralicio; el antropólogo Diego Prieto Hernández, director general del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), expresó que detrás de la exhibición permanente de esta lápida, se encuentra el trabajo de un equipo surgido hace 27 años: el Programa de Arqueología Urbana (PAU).
Reconoció la actitud precursora del maestro Eduardo Matos Moctezuma, quien vislumbró la importancia de llevar a cabo salvamentos arqueológicos para recuperar los testimonios prehispánicos, coloniales, decimonónicos y del pasado más inmediato, el siglo XX, que se encuentran bajo el perímetro que abarcó el Recinto Sagrado de México-Tenochtitlan, el cual cubre varias cuadras del actual Centro Histórico de la capital mexicana.
En más de una ocasión —dijo—, el hallazgo de piezas de este calibre se da por una mezcla del azar con la investigación sistemática. El PAU, al igual que el Proyecto Templo Mayor que ha llegado a su 40 aniversario, “son formadores de cuadros de profesionales con una perspectiva multidisciplinaria que buscan despejar incógnitas, confirmar o refutar hipótesis basadas en las crónicas del siglo XVI, que nos conduzcan al conocimiento de las transformaciones que ha tenido nuestra ciudad”.
Eduardo Matos Moctezuma, investigador emérito del INAH, enfatizó que el hallazgo de esta losa —de 1.87 m de longitud, 90 cm de ancho y 30 cm de espesor— representa uno de los más trascedentes del periodo inmediato a la consumación de la Conquista. Ahora, tras los trabajos de limpieza y conservación, es posible apreciar en su superficie un escudo con tres flores de lis y el epitafio que lo bordea: Aquí yace el canónigo Miguel de Palomares, canónigo que + fue de los primeros en esta santa iglesia, falleció año de 1542.
El arqueólogo Raúl Barrera Rodríguez, responsable del PAU, relató que los restos mortales de Miguel de Palomares se encontraron bajo la lápida, en una fosa irregular de un metro de largo. En su interior estaba un enterramiento indirecto con algunos huesos articulados y otros dispersos, en tanto algunos huesos largos presentaban fracturas.
Detalló que junto con los restos adjudicados a Hernán Cortés que reposan en la iglesia de la Purísima Concepción y Jesús Nazareno (también en el Centro Histórico de esta ciudad), y los del arzobispo fray Juan de Zumárraga, los de Miguel de Palomares son los únicos de españoles conocidos —hasta ahora— que participaron en la conformación de la naciente capital novohispana.
“Tenemos certeza de que esta lápida fue depositada en la nave, próximo al altar de la Iglesia Mayor, mandada a construir por Hernán Cortés y que precedió a la construcción de la catedral. Mediante la excavación que dirigió el arqueólogo José María García Guerrero, también ubicamos el muro que limitaba por el este ese primer templo”, refirió. La losa se halla partida en dos debido a una fractura circular de 20 cm de diámetro que se observa al centro. Este orificio debió servir para fijar una cruz de madera.
Las labores de limpieza y estabilización encabezadas por la restauradora Diana Medellín Martínez, del Museo del Templo Mayor, dilataron debido a la naturaleza de la piedra en que fue elaborada, llamada comúnmente “chiluca”, que al ser una toba volcánica se deshace fácilmente. De forma paulatina se eliminó la humedad contenida tras siglos de permanecer enterrada, y se diseñó un soporte metálico para manipularla y mantener unidas las partes en que está dividida.
Con el objetivo de corroborar la identidad del canónigo Miguel de Palomares e indagar más sobre su vida, se conformó un equipo interdisciplinario que ha ido aportando datos reveladores, por ejemplo, que padeció la dolorosa enfermedad de Perthes, y que entre sus funciones como integrante del primer cabildo eclesiástico, entre 1536 y 1542, llegó a escuchar en confesión al arzobispo fray Juan de Zumárraga.
Las primeras búsquedas en archivo realizadas por la arqueóloga Lorena Medina Martínez, señalan que este clérigo de Cuenca, La Rioja, arribó a los territorios conquistados en 1530 y empezó oficiando misas en el curato de Veracruz. Dos años más tarde se trasladó a la capital de la Nueva España para integrarse al mencionado cabildo, con una paga de 100 pesos.
Sumada a su experiencia parroquial en el Nuevo Mundo, la elección de Miguel de Palomares —la cual se giró por instrucción del emperador Carlos I e Isabel de Portugal— se dio por una política de “buenos pobladores” derivada de la Real Cédula de 1531, que ordenaba colocar en puestos eclesiásticos a quienes hubieran prestado servicios a la Corona para poblar y evangelizar estas tierras.
Por documentos que aún se conservan de las sesiones del primer cabildo eclesiástico, y en los que aparece la firma del canónigo, se sabe que éste sesionaba dos días a la semana. Aparte de auxiliar al obispo, fungió como confesor del arzobispo Zumárraga y llegó a ocupar el cargo de secretario general dentro del cabildo.
Al morir intestado en 1542 (fue el primer miembro del cabildo en fallecer), se realizó un inventario de sus bienes para pasarlos a resguardo de los canónigos Cristóbal de Campaya y Juan Bravo, y se oficiaron 16 misas por su alma.
Como han podido corroborar la maestra Ximena Chávez Balderas, coordinadora del estudio osteológico, y su colega, el antropólogo físico, Joel Hernández Olvera, a partir del deceso y siguiendo el rito de la jerarquía católica, el cadáver de Miguel de Palomares fue trasladado a un espacio denominado “pudridero”, donde se expuso a una descomposición natural hasta su reducción esquelética. No obstante el cadáver debió pasar menos del tiempo requerido, pues persistieron algunos tejidos blandos en las articulaciones.
Un par de años después, los despojos del canónigo fueron llevados a la nave de la Iglesia Mayor para su entierro formal. Sus restos fueron acomodados en relación anatómica, pusieron brazos y piernas del lado que les correspondía y el esqueleto axial al centro. Fue una disposición muy cuidadosa”, observa Chávez Balderas, colaboradora del PAU e investigadora del Proyecto Templo Mayor.
Ambos expertos indican que los restos de Miguel de Palomares, que ahora vuelven a reposar en un nicho en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, corresponden a un individuo que tendría entre 39 y 45 años de edad al momento de su muerte y que habría medido aproximadamente 1.73 metros.
El estudio de sus condiciones de salud-enfermedad ha arrojado de forma preliminar que padeció la enfermedad de Perthes, anomalía que afecta la cadera en la niñez y que produce la destrucción de parte del hueso de la cabeza del fémur, por lo que “Miguel de Palomares padeció severos dolores al andar, y hablamos de un momento histórico en que la vida cotidiana requería largas caminatas”, señala el antropólogo físico Joel Hernández Olvera, quien refiere además que existen pocos casos de este tipo registrados por la bioarqueología, de ahí que es una oportunidad única de estudio.
De las muestras tomadas a los restos óseos, se aplicarán novedosas técnicas: radiología digital, análisis de proteínas y microrrestos en el cálculo dental, estudios de ADN tanto del individuo como de los patógenos que lo pudieron afectar, además de análisis de isotopía con el fin de indagar sobre su dieta y su migración. Todos estos resultados se acompañarán de un estudio histórico que abordará archivos en España.
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