Por: MUGS / Redacción
Lo cierto es que todo está continuamente desvaneciéndose. Conforme más cerca está el horizonte menos preciso aparece, entonces sus contornos pueden disolverse fácilmente, y si intentamos asirlo apresamos humo, es posible que sea ese el origen y núcleo del poemario El tenue rededor del mundo, escrito por Julio Eutiquio Sarabia que publica el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
Ese desdibujamiento que es parte de la dimensión trágica del hombre comienza a la par de la epopeya. En la primera parte “Adiós muchachos”, el protagonista, Septimus, recibe un mensaje: ha de partir con unos cuantos más. Al alistarse hacia las naves, tiene frente a sí solamente la incertidumbre y la certeza de que aquel que se marcha jamás volverá siendo el mismo, de ahí el verso “Será mejor que el edén sobreviva en las postales”.
La marcha se entrega a la deriva, bienhechora en tanto se conoce que siempre es finita y que el personaje encuentra que mejor ella que apostar al oráculo o a la ciencia, que es “mejor si palpas tu pulso y descubres una estrella, / un sendero propicio que te revele los méritos del alma/ mejor si alabas la penumbra y la avizoras/como el momentáneo quiebre de tu corazón”, la dimensión del hombre que se arroja al devenir se resuelve en valentía o su contrario sólo cuando atraviese el combate, parecen los versos ser la plegaria del que se interna en el futuro oscuro de un destino forzado.
Para acometer la misión, igual que aquellos hombres de La Ilíada, estos otros han de hacerse de las armas que únicamente los celestiales pueden dar, es por ello que una voz externa, la del coro trágico, le impele a convocar a la Fortuna, al Aguador que cuide de sus desiertos, a Dánae, la proveedora, al lazo de Héctor, a la Cruz del Sur, son todas ellas, señales que identifican al héroe. Entonces encuentra a la hechicera quien le indica el ritual necesario para el viaje: “toma la sangre de una hembra colibrí/ y viértela en el primer cruce de caminos/ Enseguida verás que la neblina se aparta de ti y te revela más señales:/ descenso a los infiernos/ agua de noche/rama encendida de la flecha rota…”
El segundo canto: “La cercanía” cuenta la llegada a nuevas tierras, una Troya espera a los que llegan, pero aquel esplendor se ha desvanecido, de la gloria de aquellos héroes no quedan sino pusilánimes héroes devorados por el vacío de la actualidad. Ahí están Aquiles, estacionando un Camaro, Héctor es ahora un tabernero y Briseida, la célebre cautiva troyana a quien Agamenón cediera y después arrebatara a Aquiles, vive ahora cautivada por Christian Dior y pasa sus domingos en Plaza Delos.
Y una vez más el mito ha de ser conquistado, una vez más Troya debe caer, entre acueductos y monumentos se libra la batalla, los vencedores repetirán el despojo, se harán de las mujeres, los bienes suscitarán las ambiciones y la envidia. La victoria es el preámbulo de la decadencia, porque ahora son falsos estos héroes, porque conocen ya cómo domar a los ilusos: “Sangre donaré en míseras porciones/ desprendimientos así me tornarán/ gurú, patrono, mimo, heraldo del ultimátum de la urbe”. Después de la conquista llegan huestes procedentes de los cuatro puntos cardinales, todos los “principales” han huido, el héroe añora ya otras tierras, pues en esta ya la luz es incierta.
El río es una circunstancia de peso irrefutable, y la lluvia un contendiente de tregua impredecible, canta una voz al principiar el tercer canto: “Interior”. En él el desastre inaugura otro momento, la ciudad ha sido arrasada por el agua y la estrella, versa el poeta, expira. En una relación de espejo, el héroe también comienza a perderse a sí mismo, se desperdiga, y aparece en su voz el tono trágico con el que rememora el sueño alguna vez acariciado: “apergollo en ese sueño/ y veo –ustedes ven- los frutos/ y el tizne de los deseos”. Nuevamente suena la hora de partir, atreverse a otros territorios, otras lenguas, otras formas. Se desatan las imágenes de la destrucción, los templos en pie, pero los hombres han sido devorados por la tiniebla, a ras del río las aves trinan sobre cabezas que flotan en el agua, la realidad adquiere diversas dimensiones, ¿es ahora o es un tiempo mítico?, ¿hacia cuál norte cabalga el yo poético?
El teléfono y la espada habitan el mismo tiempo, en el cuarto canto: “Tumultos”, el bosque y la marquesina, Tristán e Isolda caben en el mismo espacio que parece ser el cauce de la memoria: “como si el mullido sillón a media tarde/ (solaz antiguo del paciente anestesiado)/ mudara el rumbo de los sueños”. Los versos señalan la lucha por la supervivencia, el surgimiento del cristianismo y sus rituales y la nueva moral. La historia, parece decirnos, es una sola, repitiéndose siempre.
“Thalassa, Thalassa” el último canto de este poemario integra el caótico transcurrir de los sucesos humanos que estalla en el canto anterior, el nombre de la diosa mitológica del océano, aparece como el anhelo de aquellas batallas memorables. La nostalgia se desliza entre las imágenes, ahora que la guerra ha concluido y no quedan como recuerdo asible sino las cicatrices de las heridas, los nervios prestos al sobresalto. Ha terminado la guerra y no hay victoria, el circular cierre del poemario lo declara: “Yo, Septimus, el hijo de los sueños más escalofriantes, /he vuelto a pisar las calles de la pestilencia y el oprobio”.
Julio Eutiquio Sarabia (1957) realizó estudios de lingüística y literatura hispana en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Ha escrito Casa de la orilla (BUAP, 1993); En el país de la lluvia (FCE/BUAP, 1999); Mudar de vida (BUAP/LunArena, 2003); Tesitura (Monte Carmelo, 2008) y Entre el aire y la luz (El Celta Miserable, 2009). Sus poemas han sido incluidos en Pulir huesos: 23 poetas latinoamericanos (1950-1965), publicado por Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, en 2007. Recibió el Premio José Fuentes Mares, y entre 2011 y 2013 fue miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Actualmente se desempeña como subdirector de la revista Crítica.
No Comment