Por: César Hernández Dorado/
Después de que México comenzara a sufrir los estragos de la revolución, era necesario comenzar a implementar un sistema de valores culturales que lograran enaltecer al pueblo de México; ese pueblo marcado por la desigualdad, la lucha de clases y el hambre por ver un cambio verdadero.
Fue así como a través de un sistema nacionalista con tintes de realismo socialista, diversos artistas que tenían una preparación estética bien estructurada y que conocían bien las vanguardias europeas, instauraron a través de su visión y sus relaciones políticas, un movimiento artístico que cumplía con la normatividad de enaltecer la lucha revolucionaria y gran parte de la historia de México.
El propio pensador y crítico de arte Herbert Read clasificó al movimiento de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y demás artistas como aquella que adoptó “un programa propagandístico que a mi entender los coloca fuera de la evolución estilística”, una producción de “arte oficial” que se apegaba a los intereses del Estado. Sin embargo, con la segunda guerra mundial y el nacimiento de otros autores, el arte nacionalista comenzaría a decaer pues, la rebeldía de pintores como Rufino Tamayo colocarían sobre la mesa otras propuestas estéticas que cambiarían el rumbo del arte en el país.
Incluso, después de que Tamayo presentara su cuadro “Músicas dormidas”, el propio Diego Rivera reconoció que la Escuela Mexicana recaía en las ideas de Rufino. Comenzaba la ruptura del arte nacionalista mexicano y una generación de jóvenes cansados de pintar la idea oficial que ordenaba el Estado, adoptaba las nuevas perspectivas estéticas del arte, en donde no sólo las paredes de los grandes palacios tenían que adornarse, sino cualquier rincón de la ciudad, con cualquier objeto al alcance; así nacía la Generación de la Ruptura.
En esta generación destacaron los nombres de José Luis Cuevas, Lilia Carrillo, Vicente Rojo, Alberto Gironella y Fernando García Ponce, pero, aunque todos se regían bajo el mismo título de ser un “no grupo” destacó el nombre de Manuel Felguérez, quien aclaraba que ese grupo que logró romper con el nacionalismo del arte mexicano nunca fue “un grupo estético” y que su verdadera intención “era la autenticidad, teníamos que crear un estilo propio”.
Incluso, dentro de su espíritu juvenil rebelde, Felguérez afirmaba que su generación tuvo como característica primordial querer ser original, contraponiéndose al “no hay más ruta que la nuestra”. Y eso lo demostraba al utilizar materiales poco usuales para producir un arte abstracto, muestra de su admiración por Gorky, Rothko, Matta y más artista de la corriente expresionista abstracta.
Felguérez comenzó a incursionar en el mundo del arte abstracto a principios de los años 60, pero más allá de quedarse con lo que los artistas estadounidenses y europeos habían hecho, él llevó la idea de lo abstracto a trabajos de gran formato, siempre bajo un enfoque multidisciplinario y colaborativo con sus compañeros de generación, lo que dio pie a la renovación de la cultura artística mexicana.
Oscilando entre la pintura y la escritura, la obra de este artista fue una pieza clave para el desarrollo del arte abstracto y contemporáneo en México, pues no sólo las técnicas, sino la percepción estética y la utilización de materiales poco convencionales hicieron que abriera el panorama para futuras generaciones de artistas de todo el mundo.
Su sensibilidad estética y el legado que trazó a través de sus obras de arte, hacen que su muerte deje un gran hueco en la historia del arte mexicano, ya que sus enseñanzas y su constante ímpetu lo harán recordar como ese hombre que se “crío en arte” y rompió los esquemas estéticos de los muralistas, siempre con la rebeldía y autenticidad con la que inició en la Generación de la Ruptura.
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