Por: Rodrigo Espino
Luis González de Alba es un polímata. Ha sido profesor, periodista, cuentista, novelista, poeta y divulgador de la ciencia. Luis ha pasado por muchas facetas y quizás tenga demasiados intereses. Físicamente es de tez blanca, ojos cafés, cabello corto y cano. Con 71 años conserva todo el vigor y la disposición del mundo para relatar la historia, o más bien las historias, de su vida. Ya lo ha realizado en repetidas ocasiones aprovechando sus dotes como escritor. Comenzó en los años 1969-1970, durante su encarcelamiento en Lecumberri donde redactó “Los días y los años”, libro que se convirtió en uno de los testimonios más veraces y fehacientes de lo que ocurrió la noche del 2 de octubre en la plaza de Tlatelolco. Pero ahora, desde su casa en Jalisco, me cuenta con mucho interés algunos de los episodios más importantes en su vida.
Luis prefiere un entorno urbano a uno rural. “El campo me deprime. Las vacas, los grillitos en la noche. Me urge salir corriendo a estar en el centro de una ciudad, en los centros de verdad no como el centro del DF o de Guadalajara que quedan vacíos a partir de las 7. Donde haya avenidas con gente, con cafés, con restaurantes y terrazas. Eso me encanta.“ Luis vive solo a pesar de que no se considera una persona solitaria. Le pregunto la razón de su soledad y me responde “Porque el que vivía conmigo se fue.” No quiso ahondar más en ello por la fuerte carga emocional que representa para él, eso se intuye.
Nació en Charcas el 6 de marzo de 1944. Su familia estaba en aquel pequeño pueblo de San Luis Potosí debido a que el padre de Luis, Don Luis González, no supo decirle que no a su propio padre cuando le pidió que se mudara. El abuelo de Luis salió de Tepatitlán, Jalisco, “por muerto o embarazada o ambos” me cuenta. “Si no, ¿cómo te explicas que no volviese siquiera a pararse ahí en 20 años?”. Permaneció un tiempo en Tepa, donde su abuelo trabajaba en una hacienda. Con el dinero obtenido pudo comprarse una casa enorme en Charcas y la convirtió en el Hotel Jalisco.
Me dice que en Charcas se vivía tranquilamente. Era un pueblito con las calles empedradas y muy frío. La diversión de Luis mientras caminaba a la escuela era jugar rompiendo a brincos el hielo de algunos charcos, el cual no desaparecía antes de las 9 AM.
Se mudó a Guadalajara cuando tenia entre 8 y 9 años. Ahí terminó la primaria y le dieron a elegir entre dos de las mejores escuelas secundarias. Colegio Cervantes o Instituto de ciencias. “Luego luego me sonó “instituto de ciencias” y elegí ese sin saber ni qué”. Ahí conoció a un ilustre ingeniero, el maestro Tapia, quien lo dejó fascinado con la geometría de Euclides”. Toda esa estructura que hace Euclides, como si estuviera construyendo una catedral fulgurante. Eso se lo oí por primera vez al ingeniero barbitas. Le decíamos así por su barbita de candando totalmente blanca”.
La ciencia siempre ha sido un foco de interés para Luis. “A los 8 años mi papá me regaló un par de librotes, de los que ya no se hacen, aquellos que venían con pastas duras, papel couche del bueno, con cubierta de tela y repujado dorado”. Se llaman Mil aspectos de la tierra y del espacio. “Eran dos tomos. Uno era referente a la tierra, ríos y cataratas. El otro hablaba del cielo, constelaciones y galaxias. Todavía se hablaba de las galaxias empleando el concepto de universos isla”. Luis encontró su pasión por la astronomía que luego derivaría en un gran interés por la física. Sin embargo, en la preparatoria tuvo un pésimo maestro de calculo que lo convenció de estar negado para las matemáticas. A pesar de este desaliento, le dijo a sus padres que quería irse a estudiar física o astronomía a la UNAM porque en Guadalajara no existían esas licenciaturas.
Y aquel Luis negado a las matemáticas, ¿cómo le hizo para convertirse en todo un prodigio de la divulgación científica que lo hizo acreedor del premio nacional de periodismo? Uno piensa inmediatamente que se necesita de mucha disciplina y orden, pero Luis confiesa nunca haber sido ordenado. No le gustaba estudiar porque durante la primaria su madre se encargó de presumir lo inteligente que era y lo poco que necesitaba estudiar para sacar buenas notas. “Hice muy mala secundaría y muy mala prepa por sentirme tan inteligente desde la primaria”. Sin embargo, a pesar de este rezago educativo, Luis siempre fue un asiduo lector. Su madre era secretaria en la Secretaría de Hacienda y su padre no contaba con una formación académica. A pesar de ello, ambos siempre se preocuparon por darle algo que leer. A los 15 años, su padre le regaló una colección de clásicos griegos donde figuraban Sófocles, Aristófanes, Eurípides y Esquilo. Después le compro 3 tomos de la obra completa de Dostoievsky.
A sus intereses por la ciencia, la literatura y la filosofía se añadió también un gusto por la música. “Cuando tenía 7 años, mi madre, que solía comprar muchos discos, puso uno de Mozart. Fue la primera vez que lo escuché y me encantó”. Se metió a estudiar piano en una academia de música de Guadalajara cuando iba en la secundaria.
Cuando terminó la preparatoria se fue al D.F. con la intención de estudiar astronomía o física en la UNAM. Entró en rectoría para revisar todo respecto a sus trámites y se encontró con una guía de los planes de estudio de todas las carreras. Con mucha curiosidad la tomó y se fue directo a ver astronomía. Para su sorpresa, eran puras matemáticas. Por su fracaso en cálculo en la prepa no entendía ni siquiera lo que era una integral, mucho menos una derivada. Esto lo obligó a desistir de su sueño de ser astrónomo o físico y optó por la carrera de psicología.
Si existe algo que lo ha marcado con la tinta indeleble del trauma, eso es el 2 de octubre del 68 en Tlatelolco. A Luis le cuesta mucho trabajo remontarse a aquellos recuerdos manchados con sangre, lagrimas, incertidumbre y desesperación. “Por estado anímico me cuesta mucho trabajo pasar otra vez por eso. Siempre me niego a dar otra platica y otra entrevista sobre Tlatelolco porque siempre acabo escribiendo detalles que se me habían olvidado ya.” No se le puede culpar, recordar es volver a vivir.
Estaba a unos meses de terminar su licenciatura cuando estalló el movimiento del 68. Se convirtió en líder estudiantil y se enroló en todas las actividades políticas junto con sus amigos y compañeros de la UNAM. Él estuvo presente durante la masacre de Tlatelolco. Ese día, se encontraba en el tercer piso del edificio Chihuahua junto con los demás lideres estudiantiles quienes, desde aquel lugar, proclamaban sus discursos. Antes de que se diese cuenta, ya había dos hombres con un guante blanco en la mano junto a él disparando hacia la multitud, directo a la gente de abajo. Presenció la desorganización escandalosa de aquel operativo mientras los militares respondían con fuego al Batallón Olimpia. A Luis lo detuvieron y lo golpearon unos policías, nunca lo tocaron los militares. Lo desvistieron dejándolo en calzones para luego ponerle unos pantaloncillos y una playerita de niño que no le quedaban. Así se lo llevaron en camiones militares, junto con el resto de los líderes, al campo militar numero 1 y posteriormente, a la carcel de Lecumberri.
Durante su estancia ahí aprendió algunas cosas. Entre ellas a tocar la guitarra y a entender el cálculo. “Ya por fin entendí lo que pasaba. Es que mi maestro de cálculo en prepa nunca me había dicho para qué carajos era eso que estaba haciendo”. Con ese conocimiento pudo concluir su tesis de licenciatura. Pero la vida es siempre irónica: entró a la licenciatura de psicología huyendo de las matemáticas y su tesis resultó ser un modelo matemático para analizar grupos por medio de graphos y una computadora.
Cuando salió de la cárcel encaró el exilio. El presidente Echeverría les había dicho que les iba a permitir salir libres con la condición de que se fueran del país y nunca volvieran. Luis aceptó de buena gana: “Para mi fue un completo alivio a pesar de la idea de no volver nunca más a México”. Pero él se quería ir a Paris a estudiar un posgrado, sin embargo para su mala suerte, sus compañeros querían irse a Chile para disfrutar de las dádivas del presidente Allende. Ya en Chile no les dieron trabajo. De hecho, no les dieron nada.
Después de toda esa experiencia, por fin pudo regresar a México. Consiguió empleo en la facultad de psicología como profesor. Dio clases durante 6 años y en su año sabático, en 1983, por fin cumplió su sueño de ir a estudiar a París, posgrado que nunca terminó debido a que no pudo quedarse durante el curso completo por falta de fondos.
En Paris, frecuentaba una disco llamada Le Palace que abría los domingos en la tarde, “cuando todavía existía esto de las tardeadas”. El lugar había sido un cine enorme, ahora adaptado para ser una disco. Asistían hombres muy varoniles y guapos, la debilidad de Luis “se la pasaba uno muy, muy, muy bien.” Ahí conoció a Philip, su gran romance francés. “De repente vi uno que brincoteaba, medio gordito, como un oso. Brincaba, se caía de cuclillas y se agarraba la cabeza de la emoción, bailando solo. Dije, este trae poppers. Porque sacaba una botellita, le daba la olida y volvía a levantarse y brincar. Yo lo miraba y decía, pero que patotas tiene.” El segundo domingo volvió para reencontrarse con aquel oso “brincón y poppero.” Se lo ligó con una mentira que solía usar antes, cuando estaba en México, en una disco muy fea llamada Le barón. Llegaba con una camisa que ya tenía preparada, rota, desgarrada y le untaba grasa de zapatos para que pareciera grasa de coche y pantalón vaquero roto cuando aun no se usaba. Cuando algún ligue le preguntaba la razón de su curiosa y desaliñada indumentaria, Luis respondía que se dedicaba a ser camionero y manejaba un camión de reparto de cerveza. Pero que este se le había descompuesto a unas cuadras cerca. Entonces, mientras esperaba a la grúa, le había dado sed, había visto algún lugarcillo por ahí y se había metido por una cerveza. Después comenzaba a decir “Oye pero no veo ninguna chava por aquí.” Se hacia pasar por buga.
Así se ligó a Philip. “Soy mexicano y estoy en Paris porque reparto cerveza Corona en California. Lo que pasa Philip, es que allá las carreteras son muy rectas. En una de esas me quedé dormido y cuando desperté el camión ya estaba rodando. Como estaba cerca de un pueblo, las botellas rodaron por todos lados y toda la gente salió a llevarse las cervezas. Quedó bien el remolque. Lo que quedó mal fue la plataforma y vine a ver precios porque la Renault está haciendo una y a muy buen precio”. Todo eso le inventaba a Philip mientras comían mariscos y bebían vino en Paris cerca de Le Palace. Eventualmente Luis tuvo que confesar su mentira a Philip quien quedó devastado.
Luis descubrió a Freud y al psicoanálisis hasta su estancia en Francia, pues a que en México jamás le habían pedido que leyera, ni siquiera lo más elemental de Freud, durante el transcurso de toda la licenciatura de psicología. Para los psicólogos Mexicanos, Freud era como magia sin fundamento científico. Luis introdujo algunas de las enseñanzas de Freud en sus clases. “Entonces todo esto del psicoanálisis me lo lleve a la UNAM donde comencé a trabajar en dinámicas de grupos”. Era un maestro muy querido y apreciado. Sus grupos llegaron a tener hasta 100 alumnos.
Me explica que dejó de ser maestro porque los sueldos comenzaron a ser miserables. “Yo ganaba muy bien con los bares. Puse el vaquero y me fue muy bien. Luego busqué un local amplio porque yo siempre quise tener una disco. Así abrí el taller, en Florencia”.
Junto con su pareja Ernesto, experimentó la vida nocturna gay en México. Lo primero que abrió fue una sex shop que luego convirtió en una cantina llamada El vaquero. Todo el mundo presagiaba su fracaso financiero debido a un letrero que puso Luis en la entrada “No se permite la entrada a quien no traiga pantalón vaquero” sin embargo esa fue la clave de su éxito. “Es que a la gente le gusta que les prohíbas cosas”, me cuenta.
“Un tío nos había llevado a todos los primos, cuando yo tenía unos 15 o 16 a coger con putas a un burdel, el mejorcito.” Cuando se vino a D.F. aun no decidía si le gustaban o no los hombres. Hasta que un día, un vecino suyo le dio un aventón con la excusa de librarlo de la lluvia que en ese momento ya los cubría. Llegados a su destino, las ventas del auto estaban completamente empañadas. “Entonces se detuvo y se me quedó viendo con una sonrisa muy rara. De repente siento su mano detrás de mi nuca, me jala y me pone el primer beso de hombre en mi vida. Lo acepte y me di cuenta de que esto era. Entonces me quedó todo claro, como si se levantara la niebla de mi sexualidad”.
Su salida del closet transcurrido sin dramas. Mientras viajaba hacia Vallarta con su pareja pasó una noche en casa de sus padres. Su madre le preguntó si le preparaba una cama o dos. “Pues una”,respondió él. Ahí terminó el asunto.
En la charla me caigo en cuenta de que Luis tiene algo en contra de lo femenino en los hombres. Le pregunto, ¿por qué? Se ríe y me dice “Quién sabe. En el mundo gay, no me gusta el afeminamiento”. En los grupos gay así como en la política hay una escisión en las opiniones con respecto a González de Alba. Por una parte están los que adoran a Luis y por otra los que lo odian a muerte. Mismos que lo tachan de “Pinche macho” o de “Ojete”. Aunque él se defiende diciendo: “Esto es muy personal y tiene que ver con el tipo de hombres que me gustan.”
A pesar de esto, Luis siempre quiso tener un hijo varón. Llegando al extremo de proponérselo a una muchacha con la que había tenido un romance en Lecumberri. Al final ella se negó. Pero luego llegó Juan, un joven de 19 años que a duras penas había concluido la secundaría y buscaba trabajo en El vaquero. De inmediato se enamoraron. Luis adquirió el rol de padre y Juan el de hijo. Incluso llegaba a decirle papito. Solo por Juan se iba vestido de traje al trabajo.
A Juan se lo llevó por Grecia y le dio visitas guiadas a todos los monumentos importantes. Lo instruyó en arquitectura y arte, todo lo que pudo enseñarle se lo enseñó. Incluso escribió una novela acerca de ese romance llamada Agapi Mu. Pero un día, se lo bajaron. Un tal León, amante de la cultura griega le echó el ojo. “Básicamente lo prepare para León. Si yo no le hubiera enseñado todo eso, él jamás se habría fijado en Juan”. Muchos años después, Juan y León abrieron un restaurante de cocina griega y lo llamaron Agapi Mu.
Cuando le interrogo por su pasión por Grecia, me dice, “Quién sabe por qué. Ninguno de mis psicoanalistas ha logrado desentrañar eso”. Durante algún tiempo estuvo en Atenas y se inscribió en una escuela para aprender Griego. También ahí aprendió a bailar. Su pasión por la cultura griega llega tan lejos que fue capaz de decirle a un grupo musical Griego, quienes tocaban en un pequeño recinto en Atenas, que volvieran a interpretar esa última canción que habían tocado, El último tranvía, porque no habían cantado la última estrofa.
La charla se ha extendido demasiado, así que finalmente le pregunto, ¿Cuál es tu mayor orgullo?
“Un gran orgullo para mi es ser autor de la crónica más exacta, puntual, básica e indiscutible de algo como el 68 que cambió a México. Ese es mi más grande logro”.
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