Por: Redacción/
Más allá de las causas políticas presentes en la narrativa histórica oficial, la lucha de Independencia tuvo profundas causas sociales que la convirtieron en: una revolución, es decir, una transformación profunda de la vida y la conciencia nacionales.
Quienes la llevaron a cabo no lo hicieron arrastrados por caudillos carismáticos como el cura Miguel Hidalgo y José María Morelos, sino con una conciencia profunda de qué es lo que no querían.
No hay que olvidar la dimensión popular y revolucionaria de aquel cataclismo, así como la acción consciente de los pueblos, en contra de la opresión económica, política y cultural. La movilización de pardos, mestizas, laboríos, indias de pueblo, vagos, mulatas fue visiblemente política al mismo tiempo que fue decididamente anticolonial, y por ello, también revolucionaria.
Ese carácter queda claro desde el primer día: no podemos saber a ciencia cierta las palabras textuales con las que Hidalgo arengó a sus feligreses la madrugada del 16 de septiembre, pero un testigo escribiría que gritó:
“No existe ya para nosotros ni el Rey ni los tributos… Llegó el momento de nuestra emancipación; ha sonado la hora de nuestra libertad.”
Este principio de libertar lo explica en una proclama fechada en octubre: “La libertad política de que os hablamos, es aquella que consiste en que cada individuo sea el único dueño del trabajo de sus manos y el que deba lograr lo que lícitamente adquiera para asistir a las necesidades temporales de su casa y familia; la misma que hace que sus bienes estén seguros de las rapaces manos de los déspotas que hasta ahora os han oprimido, esquilmándoos hasta la misma substancia.”
Muy poco después, considerándose ya el jefe de un nuevo Estado, Hidalgo suprimiría la esclavitud y los tributos: en Valladolid -hoy Morelia- el 19 de octubre de 1810, decretó:
“Prevengo a todos los dueños de esclavos y esclavas, que los pongan en libertad. En lo sucesivo ni venderán esclavo alguno, por así exigirlo la humanidad y dictarlo la misericordia.
Queda totalmente abolida la paga de tributos para todo género de castas sean las que fueren para que ningún juez ni recaudador exijan esta pensión ni los miserables que antes la satisfacían la paguen”.
Aún más contundente es el decreto del 6 de diciembre en Guadalajara: “Que todos los dueños de esclavos deberán darles la libertad, dentro del término de diez días, so pena de muerte… Que cese para lo sucesivo la contribución de tributos, respecto de las castas que lo pagaban, y toda exacción que a los indios se les exija.”
Hidalgo suprimió, pues, las dos instituciones jurídicas que miles, millones de mujeres y hombres nacidos en la tierra que estaba a punto de llamarse México, identificaban correctamente como las causas principales de su desesperación y su miseria. Morelos daría el paso siguiente, al eliminar todas las distinciones de castas, todas las diferencias políticas de esa sociedad colonial y estamental, al declarar la completa igualdad ante la ley de todos los nacidos en América, primero en el “Decreto de Aguacatillo” y posteriormente, en los “Sentimientos de la Nación”: “Que la esclavitud se proscriba para siempre y lo mismo la distinción de castas, quedando todos iguales, y solo distinguirá a un americano de otro el vicio y la virtud”.
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